El Congreso de los EE.UU. está abdicando de sus poderes sobre la guerra -otra vez
La Constitución de los Estados Unidos de América otorga al Congreso, de manera explícita -y no al presidente...
La Constitución de los Estados Unidos de América otorga al Congreso, de manera explícita -y no al presidente- la autoridad para determinar si la república debe ir a la guerra. Infortunadamente, ese punto fundamental ahora es poco más que una pintoresca nota histórica al pie de la página.
El Congreso no ha emitido declaraciones de guerra desde principios de la década de 1940, cuando lo hizo contra la Alemania nazi, el Japón imperial y otras potencias del Eje. Sin embargo, los EE.UU. han lanzado más de una docena de significativas 'guerras presidenciales' desde entonces. Adicionalmente, ese ritmo exhibe pocas señales de desaceleración.
La mayoría de los análisis del ascenso de la presidencia imperial desde la Segunda Guerra Mundial se han centrado en la usurpación inexorable de los poderes de guerra del Congreso por parte del ejecutivo –aunque con una visión más amplia. De hecho, la usurpación ha sido el factor dominante. Cuando Harry Truman envió más de 200 mil soldados estadounidenses para intervenir en el conflicto que había estallado en la Península de Corea, no mostró predisposición alguna a explorar una declaración de guerra por parte del Congreso. De hecho, actuó como si la obtención de una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que autorizaba a los Estados-miembro a enviar fuerzas fuera más relevante legalmente que obtener cualquier tipo de aprobación del legislativo. Sus sucesores también ignoraron al Congreso, actuando completamente bajo su propia y pretendida autoridad (Lyndon B. Johnson en República Dominicana, Ronald Reagan en el Líbano y Grenada, Barack Obama en Libia). En un caso (Bill Clinton en Kosovo), un presidente incluso hizo caso omiso de la negativa del poder legislativo a aprobar una acción militar. Sin embargo, con mayor frecuencia, los ocupantes de la Casa Blanca prefirieron resoluciones de apoyo, de 'cheque en blanco', por parte del Congreso (Johnson en Vietnam, el mayor de los Bush en el Golfo Pérsico, y el Bush menor en Afganistán e Irak).
Los aspirantes a emperadores de los EE.UU., de hecho, han sido audaces al expandir el poder americano en la arena internacional, burlándose de la Constitución en el proceso. Sin embargo, otro factor importante ha sido el persistente comportamiento adulador por parte del Congreso. Con preocupante frecuencia, el poder legislativo ha renunciado voluntariamente –incluso con entusiasmo– a su responsabilidad constitucional de decidir si los Estados Unidos deben marchar a la guerra. El fracaso del Congreso para detener las guerras presidenciales descaradamente inconstitucionales –comenzando con la 'acción policial' coreana– ha sido el ejemplo más práctico de tal abandono del deber. Sin embargo, una manifestación más sutil ha sido la aprobación del Congreso de resoluciones vacías y abiertas. Tales medidas autorizaron el uso de la fuerza contra un adversario estadounidense designado, pero dan al presidente discrecionalidad ilimitada para decidir si ese paso es necesario o cuándo lo es. Tanto la Autorización para el uso de la fuerza militar de 2001 (AUMF, contra al-Qaeda y el terrorismo internacional), como la AUMF de 2002 (contra Irak) representan fielmente ese patrón.
Las actitudes del Congreso sobre dos arenas volátiles que podrían conducir a peligrosos enredos militares para los EE.UU. –Ucrania y Taiwán– son los últimos ejemplos de una deferencia poco saludable hacia la Casa Blanca y una evasión de responsabilidad. Como he escrito en otro análisis, existe un fuerte sentimiento bipartidista en el Congreso para aumentar el apoyo diplomático, económico y militar de Washington a Taipei. Entre otros efectos, hay un creciente desencanto con la política de larga data de Washington de 'ambigüedad estratégica' con respecto a un conflicto armado entre la República Popular China (RPC) y Taiwan. Ese enfoque se incorporó en la Ley de Relaciones con Taiwán (TRA), que el Congreso promulgó en 1979, instancia en la que Washington modificó las relaciones diplomáticas estadounidenses de Taipei a Pekín. La TRA no compromete a los EE.UU. a emplear sus fuerzas armadas para defender a Taiwan de un ataque; los EE.UU. solo prometen continuar vendiendo armas defensivas a Taipei y a considerar cualquier ataque de la República Popular China a la isla como una grave ruptura de la paz. De tener lugar el segundo escenario, el presidente habrá de consultar con el Congreso para diseñar una respuesta adecuada.
Existe un sentimiento creciente tanto en el Congreso como en la burbuja de la política exterior de los EE.UU., a efectos de reemplazar la ambigüedad estratégica por 'claridad estratégica' –dejando en claro a los líderes de la República Popular China que Washington usará la fuerza para defender a Taiwan. Sin embargo, hay pocas señales de que el Congreso tenga el coraje o la integridad para aprobar un tratado –o incluso un estatuto– a tal efecto. En cambio, los halcones del Congreso pretenden que el presidente emita tal declaración, y tome la decisión de recurrir a la fuerza. Varios miembros incluso respaldan una legislación que diluiría el requisito de la TRA de que el presidente debe consultar al Congreso sobre la adopción de medidas militares.
En un artículo de opinión del Washington Post, del 11 de octubre de 2021, la representante Elaine Luria (Partido Demócrata, por el estado de Virginia) explicó el motivo de dicho cambio. 'Bajo las leyes con Taiwán, el presidente no tiene autoridad legal, sin la autorización expresa del Congreso, para usar la fuerza militar para defender a Taiwán. Las limitaciones legales sobre la capacidad de un presidente para responder rápidamente podrían garantizar un hecho consumado por parte de China'. Al respaldar la Ley de Prevención de la Invasión de Taiwan propuesta por los republicanos de línea dura en el Senado como 'un buen comienzo', argumentó que era imperativo 'desatar' las manos del presidente, y permitir que ese funcionario tomara una decisión sin restricciones sobre si intervenir militarmente para defender Taiwan. Aún cuando tal legislación aún no ha sido aprobada, parece haber poca resistencia a hacer ese cambio.
Adimismo, existe una ausencia generalizada de voluntad en el Congreso a la hora de controlar al presidente Joe Biden, a medida que profundiza la participación americana en la guerra entre Rusia y Ucrania. El Congreso ha aprobado, robóticamente, las solicitudes de financiación de la Casa Blanca –que ahora suman unos US$40 mil millones, para asistencia militar y financiera a Ucrania. Finalmente, han comenzado a surgir algunas quejas sobre los costos excesivos y la falta de responsabilidad sobre a dónde va el dinero –especialmente entre los republicanos. Sin embargo, ha habido poco debate al respecto de si el hecho de entregar armas a Ucrania y compartir la inteligencia militar estadounidense con Kiev podría, en última instancia, convertir a los EE.UU. en un beligerante en ese peligroso conflicto armado. Ni siquiera se ha conocido gran esfuerzo en pos de insistir en una resolución que respalde tales medidas. Una vez más, el Congreso parece satisfecho con tolerar que el presidente tome las decisiones sustantivas.
La abdicación cumple un propósito político importante, porque permite que el Congreso evite la responsabilidad por cuestiones de guerra y paz, vida o muerte. Si una intervención militar presencial sale bien, los legisladores pueden subir a bordo y presentarse como partidarios entusiastas de la empresa. Si la guerra sale mal, pueden repudiarla, e incluso criticarla como la máxima locura presidencial –especialmente si el ocupante del Despacho Oval es del partido de la oposición. Tal abdicación del poder de guerra del Congreso, sin embargo, constituye un perfil de cobardía. Asimismo, ha sido un factor importante en la proliferación de intervenciones militares estadounidenses mal concebidas, a menudo desastrosas. El Congreso debe hacerse presente y reclamar sus poderes constitucionales (y responsabilidades) para las decisiones sobre la guerra y la paz, si existe alguna posibilidad de frenar la presidencia imperial.
De lo contrario, no podemos evitar guerras aún más calamitosas, como las que están arruinando la república.
Ted Galen Carpenter es Académico Distinguido -distinguished fellow- en el think tank estadounidense Cato Institute, y autor o editor de numerosos libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington's Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002). Publica regularmente en el sitio web en español de Cato.