INTERNACIONALES: CARLOS ALBERTO MONTANER

Acerca del desenlace venezolano

Los Estados Unidos de América no intervendrán militarmente en Venezuela.

05 de Abril de 2019
Los Estados Unidos de América no intervendrán militarmente en Venezuela. Una cosa es amagar y otra -muy diferente-, desembarcar tropas. El país tendría que sentirse en peligro, y eso hoy no sucede. Lo ha explicado brillantemente el Profesor Frank Mora, ex subsecretario de Defensa del Hemisferio Occidental de la Administración Obama. Lo han dicho, incluso con pesar, varios analistas bien informados como Andrés Oppenheimer y Jorge Riopedre.
 
Urgent Fury, 1983, Grenada, Estados Unidos, Crisis Venezolana, Venezuela, OEAEn 1965, Estados Unidos intervino en República Dominicana, en medio de una batalla entre facciones de izquierda y derecha, porque el presidente Lyndon Baynes Johnson, dentro de los esquemas de la Guerra Fría, se propuso impedir que emergiera una segunda Cuba en el Caribe. Bastantes dolores de cabeza le daba la primera. Johnson, incluso, vivió y murió convencido de que el Comandante Fidel Castro había asesinado a John Fitzgerald Kennedy, convirtiéndolo a él en presidente del país. A la postre, logró confeccionar una operación conjunta con otros países integrantes de la Organización de Estados Americanos (OEA). Los más feroces fueron los soldados brasileños.

En 1983, le tocó el turno a la pequeña isla de Granada, en el Mar Caribe. Ronald Reagan se aprovechó de un absurdo y cruento golpe dado por Bernard Coard y el general Hudson Austin contra Maurice Bishop. Fue un golpe ultracomunista contra el hombre de La Habana. Lo fusilaron, junto a nueve de sus colaboradores cercanos, incluída su amante. El pretexto de Washington a la hora de intervenir fue la protección de unos cuantos centenares de estudiantes estadounidenses que cursaban, en ese archipiélago, la carrera de medicina. Arroparon la operación bajo petición de otras dos islas caribeñas.
 
En diciembre de 1989, George Bush (padre) invadió Panamá. El general Manuel Noriega, hombre fuerte del país, había enloquecido. Confiaba en que sus previos servicios a la CIA lo protegerían. Entonces se decía que Noriega 'no se vendía'. Se alquilaba por periodos breves, al mejor postor. Sus partidarios habían asesinado a un soldado estadounidense, y habían violado a la mujer de un oficial con total impunidad.
 
La disyuntiva de Bush era abandonar Panamá, incluso las bases famosas, o intervenir. Decidió lo segundo, y ni siquiera se detuvo para examinar pretextos, ni para sumar aliados. En rigor, se trataba de una narcodictadura, y con eso bastaba. Hasta 72 horas antes de iniciada la invasión, se buscó convencer al general de que se fuera del país con su fortuna (aproximadamente, unos US$ 200 millones) al Reino de España, a efectos de evitar la invasión. Noriega no lo creyó, y moriría en una prisión federal estadounidense, casi tres décadas más tarde.
 
Nicolás Maduro provoca el mayor de los rechazos, y está intentando salir de él, pero sin recurrir a la violencia. Por ahora, se trata de liquidarlo utilizando las sanciones económicasguerra psicológica. Donald Trump repite cual mantra que 'todas' las acciones están sobre la mesa. Alternativa que, desde luego, incluye la guerra frontal; aunque la lógica y la observación indican lo contrario.
 
Trump es un aislacionista. Es un frío 'hombre de negocios'. No cree que Estados Unidos sea la cabeza de Occidente, de donde se derivan responsabilidades especiales. Y, en rigor, no es el único que piensa de ese modo. Henry Kissinger, a su modo, respalda idéntica postura. Trump preside una nación con intereses, esencialmente económicos. Esa visión lo lleva a enfrentarse en el tema de los aranceles a sus aliados de Europa, o a Canadá y México, y a menospreciar la OTAN, quintaesencia del 'globalismo' que tanto lo mortifica.
 
Al presidente estadounidense le agradaría que Venezuela tuviese un comportamiento democrático y sensato. Por eso, respalda a Juan Guaidó, y recibe en la Casa Blanca a su esposa Fabiana Rosales. Pero difícilmente pase de las sanciones y del respaldo político y diplomático a una guerra abierta con el fin de desalojar del poder a Maduro y a sus cuarenta ladrones.
 
Destruir el aparato militar de Venezuela es sencillo. A una nación como los Estados Unidos le tomaría pocas horas hacerlo desde el aire y el mar, empleando armamento convencional. Cuenta con el arsenal y las cuentas bancarias que se necesitan. Pero ocupar una nación grande (el triple de Alemania), enfrentarse a bandas armadas, celebrar elecciones y crear una policía capaz de sostener la autoridad, es una faena que puede durar un par de años, y Trump no está dispuesto a llevarla a cabo.
 
Sin embargo, ninguna persona informada tiene dudas de que Nicolás Maduro Moros y su pandilla han creado un narcoestado, aliado a Irán y a los terroristas del Oriente Medio, dirigido por Cuba, militarmente asistido por Rusia, que constituye un grave peligro para sus vecinos y, a medio plazo, para los propios Estados Unidos, especialmente desde que Moscú ha hecho acto de presencia en el conflicto con un centenar de militares y abundante armamento.
 
Si las sanciones y la guerra psicológica no logran su cometido, lo más indicado es dividirse las funciones. Estados Unidos destruiría las instalaciones militares del narcoestado y con sus misiles y drones haría rodar las cabezas de los jefes. Después de la demolición, ingresarían al territorio venezolano elementos pertenecientes a las naciones integrantes del Grupo de Lima, encabezados por Brasil y Colombia, los más afectados, pero con el concurso de Chile, Argentina, Perú y Paraguay. Ocuparían el territorio, invocando la cláusula democrática, y organizarían las condiciones del retorno a la democracia y la restauración de la economía bajo la dirección de Luis Almagro y la participación de la OEA.
 
Ese duro desenlace tiene en contra la escasa tradición latinoamericana de forjar una política exterior activa, aunque exista 'el deber de proteger' o Responsibility To Protect (R2P) invocado por el ex diplomático Diego Arria. Si las democracias hispanoamericanas no lo hacen, seguramente la incapacidad del régimen de Maduro provocará una hambruna terrible, en la que perderían la vida dos o tres millones de personas, en primer término, niños y ancianos desvalidos.
 
En cualquier caso, se trata del mínimo instinto de conservación que deben tener las naciones. Peligran los frágiles países de la zona como consecuencia de la 'bomba demográfica' que estallará. Entre siete y diez millones de venezolanos abandonarán en poco tiempo el país, casi todos rumbo a América Latina. Sencillamente, las democracias sudamericanas no pueden convivir con una pandilla de maleantes en el vecindario. Tienen que erradicarla porque, acaso en ello, les va la vida.

 
Sobre Carlos Alberto Montaner

Es escritor y periodista. Sus trabajos son publicados en los periódicos más reconocidos de América Latina. Su blog, en: elblogdemontaner.com.