ESTADOS UNIDOS: JOHN H. MUELLER

Nuevamente, el síndrome de Irak

El síndrome de Irak ha jugado un papel en la política estadounidense desde hace casi ya una década.

26 de Junio de 2014

El síndrome de Irak ha jugado un papel en la política estadounidense, desde hace casi ya una década. Como escribí en 2005 (en inglés), el respaldo público a la guerra en Irak ha seguido el mismo curso que aquel de las guerras en Corea y Vietnam: amplia aceptación al inicio con una erosión del respaldo conforme aumentaban las muertes. La experiencia de esas guerras pasadas también sugiere que no hubo nada que el presidente estadounidense George W. Bush podría haber hecho para reversar ese deterioro —o para aplazar un “síndrome de Irak” que limitaría la política exterior de EE.UU. en el futuro.

Durante los últimos años, el síndrome de Iraq de hecho ha influenciado la política exterior de EE.UU. —desde su timorata estrategia de “liderar desde atrás” en Libia (donde las fuerzas estadounidenses desde ese entonces han sido retiradas debido a una subsecuente guerra civil) hasta su estrategia de porrista (grandes proclamaciones y ejecución a medias) ante la Primavera Arabe. El síndrome de Irak pudo verse en todo su apogeo el año pasado, cuando el presidente estadounidense Barack Obama, respaldado por los líderes republicanos en el Congreso, inicialmente indicó que bombardearía Siriapor su aparente uso de armas químicas y luego se retractó cuando sus planes se toparon con una intensa hostilidad por parte de un público determinado a no ser arrastrado hacia otra guerra en Oriente Medio —aún cuando probablemente ni una sola vida estadounidense hubiese sido perdida en el ejercicio y aún cuando el Secretario de Estado de EE.UU. John Kerry le aseguró a los estadounidenses de que los bombardeos serían “increíblemente pequeños” (en inglés).

Tan solo un año después, el síndrome de Irak ha encontrado una nueva oportunidad, precisamente en el mismo Irak. Desde hace algún tiempo ha sido obvio que la guerra en Irak de la década pasada produciría una actitud de “no repitamos eso”. Por ejemplo, una encuesta de 2005 —incluso antes de que se pusiera realmente mal la guerra en Irak— en el estado de Alabama, relativamente predispuesto a la guerra, descubrió que solamente un tercio de los encuestados estaban de acuerdo con que EE.UU. debería estar preparado para enviar de vuelta a Irak a los soldados para restaurar el orden si una guerra civil a gran escala surgiera ahí luego del retiro de EE.UU. El porcentaje hoy sería probablemente mucho más bajo, incluso ahora que Irak está al borde del colapso.

Esto es un verdadero desastre. Sin embargo, como sugerí en mi artículo (en inglés) deForeign Affairs y en comentarios posteriores, los estadounidenses son muy capaces de tolerar desastres de política exterior con calma. Cuando el gobierno de EE.UU. envió tropas de vigilancia al Líbano destruido por la guerra en 1983, el presidente estadounidense Ronald Reagan declaró por todo lo alto (en inglés) que el conflicto allí de alguna forma era “una amenaza para todos los pueblos del mundo, no solo para Oriente Medio en sí”. El público aceptó su decisión, pero luego respaldó —de hecho, exigió— el retiro abrupto de las tropas luego de que un ataque terrorista matara a 241 soldados. Después, el pueblo, comedidamente, reeligió a Reagan pocos meses después.

De igual forma, el fracaso espectacular de la posición de EE.UU. en Vietnam en 1975 fue utilizada por el hombre que la presidió, el presidente estadounidense Gerald Ford, como un punto a su favor en su campaña de reelección durante el siguiente año. Cuando llegó a la presidencia, indicó Ford, EE.UU. estaba “todavía involucrado profundamente en los problemas de Vietnam, [pero ahora] estamos en paz. Ni un solo joven estadounidense está luchando o muriendo en territorio extranjero alguno”. Su peculiar declaración en defensa de un desastre puede que no lo haya ayudado a ser reelecto, pero tampoco lo perjudicó.

Los estadounidenses nunca han sido muy partidarios de colocar soldados estadounidenses en peligro para propósitos que son principalmente humanitarios. Como sucedió con las guerras en Corea y Vietnam, si respaldaron la guerra en Irak durante algún tiempo porque la percibieron, al igual que la de Afganistán, como una respuesta al 9/11 —un ataque directo a EE.UU.

Ahora, no obstante, con el síndrome de Irak en todo su apogeo, los líderes políticos han utilizado un lenguaje duro, pero nadie parece estar dispuesto a proponer el envío de soldados. Los partidarios de hacer algo como eso tendrían que convencer al público de que esto sería necesario para prevenir un ataque directo en EE.UU.

Hace una semana el senador Lindsey Graham (Republicano de Carolina del Sur) lo intentó, explicando que la toma del poder de los musulmanes sobre porciones de Irak proveería a los terroristas una “base” desde la cual ejecutar “otro 9/11”. El ex-embajador estadounidense en Irak Ryan Crocker emitió una advertencia similar. Obama ha realizado declaraciones similares, y David Ignatius del Washington Post ha especulado (en inglés) de manera ominosa, aunque vaga, que un “refugio seguro” para terroristas recientemente establecido —a diferencia de aquellos que ya han existido durante años en el área— “pronto podría ser utilizado para atacar objetivos extranjeros”.

Sin embargo, el 9/11 sigue siendo una aberración (en inglés), no un presagio de lo que está por venir. Ningún otro acto terrorista en la historia ha causado incluso un décimo de la muerte y destrucción causadas por este, incluso aquellos lanzados durante guerras civiles, cuando los terroristas han tenido suficiente tiempo y espacio para lanzarlos. Por lo tanto, es difícil concordar con el razonamiento del Senador John McCain (Republicano de Arizona), quién sostiene que tener a Siria e Irak en manos de extremistas constituiría una amenaza existencial para EE.UU. (en inglés); esto es, que si Siria e Irak adquieren nuevos líderes censurables —diferentes a los reprobables que han tenido en el pasado— EE.UU. dejará de existir. Este extravagante estilo de exagerar las amenazas (en inglés) se ha utilizado frecuentemente desde el 9/11, y es sorprendente lo poco que ha sido cuestionado.

Pero tal sensacionalismo se ha vuelto menos común durante los últimos años, y lograr que sea aceptado parece estar volviéndose cada vez más difícil, en gran medida porque fue utilizado para justificar dos guerras desastrosas así como también el contagio de la violencia hacia Paquistán. Estas guerras han resultado en una destrucción que es por lo menos 40 veces mayor a aquella presenciada en el 9/11 y han derivado en las muertes del doble de estadounidenses que aquellos que fueron asesinados ese día —y muchas muertes más en general que Hiroshima y Nagasaki sumados.

En otras palabras, la política exterior estadounidense en su punto más activo a lo largo de la última docena de años más o menos, sistemáticamente decorada con un alarmismo extravagante, ha resultado en un fracaso miserable (en inglés). Si quienes establecieron y mantuvieron este récord desastroso finalmente han perdido toda su credibilidad, todos estaremos mejor.
 

Sobre John H. Mueller

Es Analista Senior en el Instituto Cato (Washington, D.C.). Miembro del departamento de ciencias políticas en el Centro Mershon para Estudios de Seguridad Internacional en Ohio State University. Es experto internacional en terrorismo, y su más reciente publicación -junto a Mark G. Stewart- es de septiembre de 2011, intitulada 'Terrorismo, Seguridad y Dinero: Equilibrando los Riesgos, Costos y Beneficios de la Seguridad Interior' (Terror, Security and Money: Balancing the Risks, Benefits and Costs of Homeland Security, Oxford University Press). Sus artículos son publicados en la web en español del Instituto, en ElCato.org.