SOCIEDAD: MATIAS E. RUIZ

#Inseguridad: el quiebre definitivo del sistema

Aproximación ineludible a una problemática de raíz profunda. De cómo la seguidilla de homicidios -con la impunidad de la delincuencia común y organizada como telón de fondo- conduce al inexorable suicidio de las instituciones.

13 de Julio de 2012

Por estas horas, más de un funcionario -sin importar su extracción partidaria- debe estar lamentándose por la reciente aparición televisiva de Carolina Píparo. Las palabras de la mujer, en su momento víctima de un sonado episodio de inseguridad en La Plata, ganaron repercusión en muchos medios en Twitter, Matías E. Ruiz una instancia particularmente delicada para la credibilidad de la todavía frágil democracia argentina. Acaso presa de una perdonable ingenuidad, Píparo remitió un mensaje muy claro a la dirigencia, conminándola a que se ocupe (de una vez por todas) de elaborar una suerte de plan nacional de seguridad que brinde soluciones efectivas a la ciudadanía. Pero esa ingenuidad no es tanto atribuíble a la persona como a la porción de esperanza de cualquier discurso que invite a funcionarios nacionales y provinciales a considerar seriamente el súbito crecimiento de la tasa de homicidios. Puesto que -claramente- no les interesa.

Por si la amplificación del fenómeno de las puebladas en localidades específicas de la Provincia de Buenos Aires no fuera suficiente, la Justicia volvió a hacer su contribución al reverberante malhumor social, liberando de culpa y cargo al barrabrava Rafael Di Zeo, oportunamente relacionado con cargos de asociación ilícita. Hace cuestión de horas, el mencionado declaró ante los medios que se desempeñó en la campaña del Frente Para la Victoria en el distrito más populoso del país. Y echó mano de una sentencia tan sincera como perturbadora: "Trabajé para Cristina Kirchner". No vendrá al caso retomar la áspera cuestión del consabido enlace entre los violentos del fútbol y la política (que no solo es conocido sino que se encuentra holgadamente documentado). Pero la novedad será útil a la hora de refrendar que los argentinos nos hallamos inmersos en un sistema que, casi de forma taxativa, reconoce su patente inutilidad.

Así las cosas, la problemática de la inseguridad resulta tan amplia que la explicación detallada de los factores que han conducido a su crecimiento se vuelve inabarcable. Sin embargo, será sencillo concluir que es la propia dirigencia la que ha contribuído a fogonear el fenómeno, para propio beneficio. De esta manera, casi la totalidad de los partidos políticos se han esforzado para garantizar el crecimiento poblacional en villas de emergencia y asentamientos precarios. Todo ello, con clara finalidad electoral: el residente de esas difíciles comunidades (argentino o indocumentado) debe ser permanentemente mantenido como rehén, porque su sufragio consolida la permanencia en el poder de los responsables de la marginalidad con la que están obligados a convivir. Es irrebatible que todo vale a la hora de asegurarse la obtención de ese voto. Allí, hace su aparición la siempre deleznable figura del puntero político, encargado de distribuir alimentos, planes sociales e incluso drogas a los habitantes de los asentamientos. En alguna parte del proceso, la provisión de substancias debe solventarse con mayor oferta: así es como -por ejemplo- las cocinas de paco terminan instalándose siempre en las villas -allí donde las leyes simplemente no aplican-. La falsa asistencia social termina alimentando a la marginalidad y, por ende, la violencia. En vista de que siempre harán falta más y más dosis para sobrellevar esa triste cotidianeidad, las víctimas de esa adicción saldrán a las calles para arremeter contra todo lo que se cruce en su camino. Y no vaya a ser que alguien se atreva a interrumpir ese circuito: aquí, la política refuerza su rol de apretadora de jueces para que jamás se castigue ni aísle al traficante ni a su clientela. Reputados magistrados adhieren, pues, a teorías abolicionistas, porque su trabajo es hacer las veces de regentes ineludibles del Estado fallido. Ellos son los guardianes y promotores del sistema. No faltará, entonces, información abundante que certifique que muchos de esos jueces trabajaron o bien han trabajado defendiendo a encumbrados traficantes de estupefacientes, nacionales o extranjeros; antes como abogados, ahora desde algún juzgado a su cargo. Sus más férreos defensores suelen dividirse en dos espectros: primeramente, jóvenes practicantes del derecho que participan del circuito, defendiendo a dealers de barrio que fueron capturados in fraganti -y que recolectan sus honorarios en forma de dosis de droga o efectivo obtenido de la comercialización de las mismas-; en segundo orden, militantes ideologizados que simulan condenar la marginalidad, pero que lo hacen porque cosechan beneficio político o monetario en la defensa de sus referentes/pagadores. Por cierto, todo se configura de menor a mayor: la propia dinámica de este mundillo atrae la atención de vendedores de tóxicos de mayor escala, que ven cómo el país se ha convertido en un paraíso para el lavado de dinero y el establecimiento de laboratorios. La laxitud de los controles en el sistema político-judicial está invariablemente confeccionado a la medida de aquellos. No en vano, los informes publicados por Naciones Unidas reflejan que la República Argentina ya hace tiempo ha dejado de ser un país de tránsito, para convertirse en uno de consumo y producción. Sin importar que al pobremente informado titular de SEDRONAR, Rafael Bielsa, esta realidad lo incomode.

Se verá que, a la larga, aquellos que propugnan la consabida victimización del delincuente son quienes aplauden ruidosamente la multiplicación de personas asesinadas en ocasión de robo, secuestro y demás, en tanto continúan acusando un sugestivo silencio ante los muertos de la tragedia del Sarmiento. Son aquellos que invierten valioso tiempo en exaltar los cuestionables logros y la malversación multimillonaria de los principales referentes del derechohumanismo. Son, también, los que se escandalizan con el apaleo del legislador corrupto. Se corporizan en el discursillo recalcitrante que utiliza la descalificación personal y la acusación de "genocida" o "destituyente" cuando alguien osa revelar la verdadera trama de sus negocios. Al final del día, todos coincidirán en que al homicida jamás deberá privársele de su libertad. Porque, si así fuera -como sucede en la mayoría de las naciones del mundo occidental, aún subdesarrolladas- se interrumpiría el flujo de dinero que los nutre al arribar el final de cada mes. Esta nueva clase acomodada también pondrá el grito en el cielo ante cada oportunidad en que se les recuerde que las víctimas de la violencia en tiempos de democracia sobrepasa holgadamente la cifra de decesos de la Guerra de Malvinas y, peor aún, el número de desaparecidos devuelto por la década del setenta a manos del Proceso de Reorganización Nacional, hayan sido seis mil o treinta mil. ¿Cuál es la razón por la cual las recientes Administraciones ocultan los índices y estadísticas reales de violencia? Ahora que los embajadores del modelo han sido claramente identificados en su retórica, merecen -y deben- habrá oportunidad para escracharlos.

Luego del diagnóstico, será hora de tratar la cuestión de la responsabilidad ciudadana, que la hay, y en abundancia. La sociedad argentina tampoco puede autoexcluírse de la culpa, dado que -recurrentemente- le ha obsequiado el voto a los portavoces de esa Muerte que hoy se lamenta en cada resquicio del país. Muy pocos han alzado la voz para manifestarse contra, por ejemplo, el lamentable Código de Convivencia Urbana ideado -entre otros- por el entonces intendente Aníbal Ibarra y que hoy ha convertido a la otrora segura Ciudad Autónoma de Buenos Aires en un Far West. Menos críticas se oyeron en su momento contra el ahora reciclado ex funcionario kirchnerista Alberto Fernández, autor de la tristemente célebre frase "Algunos se preocupan por la inseguridad cuando les toca de cerca" (caso Susana Garnil). Y -por desgracia-, nadie jamás prestó atención a los discursos del desaparecido Néstor Carlos Kirchner, que jamás se refirió al tema de la impunidad de la delincuencia ni implementó plan alguno para combatirla. Finalmente, los "grandes diarios" del país -en particular, Diario Clarín- han reiterado hasta el cansancio la expresión "gatillo fácil", con la cual contribuyeron a minar la imagen de las fuerzas de seguridad y enemistarla con la sociedad. Olvidando, convenientemente, que ese término era más pasible de ser aplicado a los malvivientes.

Desde luego que el sistema acusa un grave fallo, esto es, que no solo destruye su propia esencia, sino que se augura el final de su ciclo de vida. Conclusión de fácil arribo, en virtud de que, en la actualidad, la imagen negativa de dirigencia política, medios de comunicación, justicia, empresariado, clero e incluso fuerzas de seguridad se ha disparado hasta alcanzar niveles de ficción. El sistema se aproxima a su quiebre definitivo; sus instituciones se confiesan obsoletas. Simplemente, han dejado de funcionar. El presidente de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Ricardo Lorenzetti puede disponer, mientras tanto, de toda la discrecionalidad y el tiempo que necesite para reiterar su colorida frase: "Sin jueces, no hay justicia" con la que ha herido de muerte la inteligencia de la opinión pública.

Nosotros, como ciudadanos, hemos creado el terreno fértil para lo que hoy estamos sufriendo. Infortunadamente, hemos de pagar muy caras las consecuencias de nuestro silencio. "Justos por pecadores", como reza cierto libro de antiquísima publicación. O, tal vez, sea más exacto decir "leones por corderos".

Si acaso, aquí, queda el número suficiente de portadores de rescatable rectitud.


Matías E. Ruiz, Editor
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