Argentina y política social: ni intendentes, ni piqueteros
Desde hace ya varios días, una amplia mayoría ciudadana se ha convertido en espectadora...
03 de Julio de 2022
Desde hace ya varios días, una amplia mayoría ciudadana se ha convertido en espectadora de un debate que, en otras latitudes, sería considerado como poco menos que estrafalario. De un lado del ring, la cada vez más locuaz Vicepresidente, Cristina Fernández de Kirchner, reclama que los abultados planes sociales sean manejados 'directamente' por los intendentes, eliminando la 'tercerización' de las organizaciones piqueteras; en el otro rincón, el Presidente Alberto Fernández, mezclando acciones con omisiones, deja hablar a sus escuderos y se anota en el bando contrario: 'La economía popular –dijo uno de sus volubles socios- no es tercerización de facultades, sino creación heroica de los excluídos'.
(Para no complicar las cosas, hemos de dejar entre paréntesis la discusión de fondo en torno a cómo transformar los planes sociales en trabajo genuino, en el marco de una economía estable que aliente el ahorro, la inversión y el crecimiento. En todo caso, el punto a tener en cuenta es el siguiente: aún cuando lográramos encauzar en poco tiempo al país por esos deseables andariveles, infortunadamente, los hechos consignan que un significativo porcentual de la población sumida en la pobreza no estaría en condiciones de sumarse al mercado laboral. En otros términos: los sectores más postergados de nuestra sociedad seguirán requiriendo –por bastante tiempo- un sostenido apoyo estatal, a efectos de cubrir necesidades básicas insatisfechas, e incrementar su capital humano en términos de salud y educación).
Así presentada la querella por un binomio presidencial que se comunica fluídamente a través de los diarios, es innegable que nada tiene que ver con la resolución seria y responsable de una gravísima problemática social. Más bien, de lo que estamos hablando, en medio del naufragio gubernamental del Frente de Todos y en vísperas de la contienda electoral del próximo año, es de una lucha obscena por plata y por poder. En buen romance, lo que se está discutiendo es quién administra -de manera discrecional- los astronómicos recursos económicos de la acción social (esto es, la 'caja'), y quién manipula las sufridas huestes de pobres, perpetuos rehenes de dirigentes que los utilizan como masa de maniobras de un avieso ajedrez faccioso (la 'calle').
En tal contexto, el perverso chantaje en que ha quedado secuestrada la discusión por parte de las distintas fracciones del oficialismo, nos deposita en un falso dilema. La ecuación que quieren vendernos dice que debemos contentarnos con abonar el 'peaje' que recauda Belliboni o el que te cobra Mario Ishii; que hay que aportar a Luis D'Elía o a Mayra Mendoza; que hay que resignarse a ver cómo se escurren los dineros públicos que absorbe Emilio Pérsico o los que succiona La Cámpora. A todo esto, los abrumados contribuyentes y los ciudadanos de a pie, los transeúntes o el resto de los trabajadores: bien, gracias.
Claro que la pelea no es nueva ya que, desde hace varios años ya, buena parte de la política social se encuentra atrapada por un péndulo extorsivo: Néstor Kirchner le dio impulso a las organizaciones sociales cuando necesitaba debilitar a los intendentes heredados del aparato duhaldista, mientras que ahora Cristina quiere invertir el movimiento hacia el lado opuesto, cavando trincheras en el conurbano bonaerense, ante una eventual debacle electoral a nivel nacional. Entre esos dos polos, el gobierno macrista pagó caro cuotas menguantes de gobernabilidad callejera, a cambio de seguir alimentando la misma maquinaria que se ha ido devorando, sin prisa pero sin pausa, a los circunstanciales poseedores de la lapicera.
Lo que tal vez es un poco más nuevo es que ahora estamos ante una 'ventana de oportunidad' que permita discutir no sólo el decadente régimen económico que nos trajo hasta aquí, sino también la lógica político-institucional con la que se han diseñado, y se vienen gestionando, extensos segmentos de la política social. En tal virtud, porciones crecientes de la ciudadanía comienzan a comprender que la verdadera discusión no es entre 'tercerización' o 'municipalización', como quieren hacernos creer el gobierno y su aparato comunicacional, sino entre clientelismo y el derecho al desarrollo humano, entre despilfarro y eficiencia, entre amiguismo y equidad, entre oscuridad y transparencia.
De lo que estamos hablando –como han propuesto reconocidos estudiosos/as de esta cuestión- es de la posibilidad de avanzar hacia un modelo que simplifique la caótica cantidad de programas vigentes, a la vez que redefina su diseño y su implementación en términos análogos a otros programas de 'transferencia condicionada' que se aplican en América Latina. Ese nuevo paradigma debería contener, al menos, tres puntos clave. En primer lugar, la responsabilidad sobre altas y bajas en los programas debe fundarse en criterios objetivos aplicados por una estructura como la ANSeS, sin ningún tipo de intermediación por parte de intendentes o punteros (la experiencia de la AUH es un ejemplo a seguir en este rubro). En segundo lugar, una comisión parlamentaria –con representación proporcional de las distintas fuerzas políticas- estaría encargada del seguimiento de los programas. Sin embargo, esa comisión debería integrarse también por un amplio espectro de especialistas provenientes de las universidades, de referentes de las iglesias con inserción territorial y de representantes de organizaciones autónomas de la sociedad civil. Por último, y este es un asunto crucial, el monitoreo periódico y la evaluación de estos programas debe realizarla un equipo de expertos/as de organismos internacionales (Naciones Unidas, CEPAL, BID, etc.)
Sería deseable que esta discusión fuera uno de los ejes de la campaña presidencial, de tal manera que, si una propuesta como la esbozada grosso modo en estas líneas (con todas las precisiones que cabría agregar) fuera apoyada en las urnas, entonces un próximo gobierno contaría con un sólido respaldo legitimatorio para intervenir en un espacio que hoy es coto de caza de líderes y organizaciones que no le rinden cuentas a nadie.
Por supuesto, no estamos diciendo que será sencillo, ni rápido. Pero es plausible cambiar para mejor. Es posible avanzar en la paciente construcción de una matriz institucional que haga la política social más eficiente (reduciendo sensiblemente las numerosas 'fugas' de recursos), más equitativa (respondiendo a criterios objetivos de necesidad), y más trasparente (evitando que los ingentes recursos públicos vayan a bolsillos de avivados y avivadas de toda laya).
Mientras tanto, algo nos debería ir quedando claro a todos y a todas: las propuestas de Alberto y de Cristina no son parte de la solución; son parte del problema.
(Para no complicar las cosas, hemos de dejar entre paréntesis la discusión de fondo en torno a cómo transformar los planes sociales en trabajo genuino, en el marco de una economía estable que aliente el ahorro, la inversión y el crecimiento. En todo caso, el punto a tener en cuenta es el siguiente: aún cuando lográramos encauzar en poco tiempo al país por esos deseables andariveles, infortunadamente, los hechos consignan que un significativo porcentual de la población sumida en la pobreza no estaría en condiciones de sumarse al mercado laboral. En otros términos: los sectores más postergados de nuestra sociedad seguirán requiriendo –por bastante tiempo- un sostenido apoyo estatal, a efectos de cubrir necesidades básicas insatisfechas, e incrementar su capital humano en términos de salud y educación).
Así presentada la querella por un binomio presidencial que se comunica fluídamente a través de los diarios, es innegable que nada tiene que ver con la resolución seria y responsable de una gravísima problemática social. Más bien, de lo que estamos hablando, en medio del naufragio gubernamental del Frente de Todos y en vísperas de la contienda electoral del próximo año, es de una lucha obscena por plata y por poder. En buen romance, lo que se está discutiendo es quién administra -de manera discrecional- los astronómicos recursos económicos de la acción social (esto es, la 'caja'), y quién manipula las sufridas huestes de pobres, perpetuos rehenes de dirigentes que los utilizan como masa de maniobras de un avieso ajedrez faccioso (la 'calle').
En tal contexto, el perverso chantaje en que ha quedado secuestrada la discusión por parte de las distintas fracciones del oficialismo, nos deposita en un falso dilema. La ecuación que quieren vendernos dice que debemos contentarnos con abonar el 'peaje' que recauda Belliboni o el que te cobra Mario Ishii; que hay que aportar a Luis D'Elía o a Mayra Mendoza; que hay que resignarse a ver cómo se escurren los dineros públicos que absorbe Emilio Pérsico o los que succiona La Cámpora. A todo esto, los abrumados contribuyentes y los ciudadanos de a pie, los transeúntes o el resto de los trabajadores: bien, gracias.
Claro que la pelea no es nueva ya que, desde hace varios años ya, buena parte de la política social se encuentra atrapada por un péndulo extorsivo: Néstor Kirchner le dio impulso a las organizaciones sociales cuando necesitaba debilitar a los intendentes heredados del aparato duhaldista, mientras que ahora Cristina quiere invertir el movimiento hacia el lado opuesto, cavando trincheras en el conurbano bonaerense, ante una eventual debacle electoral a nivel nacional. Entre esos dos polos, el gobierno macrista pagó caro cuotas menguantes de gobernabilidad callejera, a cambio de seguir alimentando la misma maquinaria que se ha ido devorando, sin prisa pero sin pausa, a los circunstanciales poseedores de la lapicera.
Lo que tal vez es un poco más nuevo es que ahora estamos ante una 'ventana de oportunidad' que permita discutir no sólo el decadente régimen económico que nos trajo hasta aquí, sino también la lógica político-institucional con la que se han diseñado, y se vienen gestionando, extensos segmentos de la política social. En tal virtud, porciones crecientes de la ciudadanía comienzan a comprender que la verdadera discusión no es entre 'tercerización' o 'municipalización', como quieren hacernos creer el gobierno y su aparato comunicacional, sino entre clientelismo y el derecho al desarrollo humano, entre despilfarro y eficiencia, entre amiguismo y equidad, entre oscuridad y transparencia.
De lo que estamos hablando –como han propuesto reconocidos estudiosos/as de esta cuestión- es de la posibilidad de avanzar hacia un modelo que simplifique la caótica cantidad de programas vigentes, a la vez que redefina su diseño y su implementación en términos análogos a otros programas de 'transferencia condicionada' que se aplican en América Latina. Ese nuevo paradigma debería contener, al menos, tres puntos clave. En primer lugar, la responsabilidad sobre altas y bajas en los programas debe fundarse en criterios objetivos aplicados por una estructura como la ANSeS, sin ningún tipo de intermediación por parte de intendentes o punteros (la experiencia de la AUH es un ejemplo a seguir en este rubro). En segundo lugar, una comisión parlamentaria –con representación proporcional de las distintas fuerzas políticas- estaría encargada del seguimiento de los programas. Sin embargo, esa comisión debería integrarse también por un amplio espectro de especialistas provenientes de las universidades, de referentes de las iglesias con inserción territorial y de representantes de organizaciones autónomas de la sociedad civil. Por último, y este es un asunto crucial, el monitoreo periódico y la evaluación de estos programas debe realizarla un equipo de expertos/as de organismos internacionales (Naciones Unidas, CEPAL, BID, etc.)
Sería deseable que esta discusión fuera uno de los ejes de la campaña presidencial, de tal manera que, si una propuesta como la esbozada grosso modo en estas líneas (con todas las precisiones que cabría agregar) fuera apoyada en las urnas, entonces un próximo gobierno contaría con un sólido respaldo legitimatorio para intervenir en un espacio que hoy es coto de caza de líderes y organizaciones que no le rinden cuentas a nadie.
Por supuesto, no estamos diciendo que será sencillo, ni rápido. Pero es plausible cambiar para mejor. Es posible avanzar en la paciente construcción de una matriz institucional que haga la política social más eficiente (reduciendo sensiblemente las numerosas 'fugas' de recursos), más equitativa (respondiendo a criterios objetivos de necesidad), y más trasparente (evitando que los ingentes recursos públicos vayan a bolsillos de avivados y avivadas de toda laya).
Mientras tanto, algo nos debería ir quedando claro a todos y a todas: las propuestas de Alberto y de Cristina no son parte de la solución; son parte del problema.
* El autor, Antonio Camou, es profesor-investigador del Departamento de Sociología (Universidad Nacional de La Plata) y docente de postgrado de la Universidad de San Andrés. Las opiniones son a título personal.