INTERNACIONALES: JUAN RALLO

Lo que Emmanuel Macron y Pedro Sánchez deberían aprender de Justin Trudeau

Salida -propuesta por el autor- para evitar el sendero impositivo de orden confiscatorio, explorado fallidamente por Emmanuel Macron en Francia.

20 de Diciembre de 2018

Los liberales se oponen, nos oponemos, frontalmente a los impuestos: constituyen una sustracción coactiva de la propiedad legítimamente adquirida por los ciudadanos. Sin embargo, existen dos tipos de impuestos que resultan bastante más difíciles de atacar desde el paradigma liberal: los precios Lindahl y los impuestos pigouvianos.

Los precios Lindahl son solo contribuciones obligatorias que han de efectuar todos los beneficiarios de los servicios suministrados por un bien público en proporción al beneficio marginal que extraen. Dado que los bienes públicos son, desde un punto de vista económico, aquellos que pueden consumirse ilimitadamente sin que se agoten y en los que, además, no es posible excluir a nadie (aunque no pague), los precios Lindahl constituyen una herramienta para lograr que quien se beneficie, pague (y que quien no se beneficie, no pague).

 

Justin Trudeau, CanadaLos impuestos pigouvianos son sobrecostes que se imponen a los generadores de externalidades negativas para que las tomen en consideración. Si al actuar generamos un daño sobre unos terceros que, por una inadecuada definición de sus derechos de propiedad, son incapaces de bloquearlo (por ejemplo, al contaminar dañamos la salud y las propiedades de otros ciudadanos que no pueden impedir la generación de esa contaminación), entonces nos despreocuparemos de ese daño y tenderemos a provocarlo en mucha mayor medida. En cambio, si las personas hemos de tener en cuenta ese daño generado a terceros (vía la imposición de un coste monetario sobre las mismas), entonces modularemos correspondientemente nuestras acciones.

Los precios Lindahl y las subvenciones pigouvianas acarrean serios problemas de implantación (cómo obtener la información adecuada para conocer cuál es el distintivo beneficio marginal que cada ciudadano obtiene por un bien público o cuál es el coste social de las diferentes externalidades negativas generadas por cada ciudadano), pero desde un punto de vista ético son muchísimo menos atacables que los impuestos sobre el trabajo o sobre el capital. El Estado no busca apropiarse de algo que no le corresponde, sino que intenta que los individuos internalicen en sus acciones los auténticos costes y beneficios derivados de la interacción social: o dicho de otro modo, trata de evitar que haya parásitos que no paguen por lo que reciben o por el daño que provocan.

Semejantes reflexiones pueden resultar pertinentes a la hora de afrontar el debate sobre una de las mayores externalidades negativas que está generando el ser humano a lo largo de toda su historia: las emisiones de CO2 y su consecuente cambio climático. La mayoría de gobiernos internacionales ha confrontado semejantes externalidades negativas con una mezcla de voracidad tributaria y de hiperregulación empresarial, todo lo cual se traduce en una descapitalización y paralización de la actividad en el sector privado. Nótese que ese no debería ser el objetivo de una política económica dirigida a combatir los costes no internalizados del CO2: nuestro objetivo debería ser el de que los agentes económicos tomen decisiones óptimas (que generen riqueza) tomando en consideración la totalidad de los costes de sus acciones, pero no el de que tomen decisiones subóptimas o incluso que dejen de tomar decisiones por entero. Es decir, nuestro objetivo debería ser el de efectuar la transición energética desde ese ámbito de experimentación y descubrimiento descentralizado que es el mercado (si la energía generada mediante combustibles fósiles se encarece por las emisiones de CO2, los usuarios tratarán de reemplazarla por otras más baratas que no generen CO2), no el de machacar el crecimiento económico rapiñando fiscalmente y constriñendo regulatoriamente las empresas.

Como digo, el mecanismo que se ha seguido mayoritariamente hasta la fecha ha sido ese: usar el cambio climático como excusa para acrecentar el control directo o indirecto que el Estado ejerce sobre la economía. El último en tratar de sacar tan oportunista tajada del asunto ha sido el presidente francés, Emmanuel Macron. Y es que, dentro de un Estado que ya sustrae a los franceses el 53% de todo lo que producen (uno de los mayores porcentajes del mundo), Macron aún pretendía crear otra tasa sobre el diésel con el argumento de hacer frente al cambio climático. Mas semejante nuevo tributo parece haber sido excesivo incluso para una sociedad tan servil como la francesa: los chalecos amarillos se han alzado a protestar en contra de la extraordinaria presión fiscal que asuela el país (si bien tampoco defienden recortes de entidad en el gasto público) y han conseguido de momento suspender la subida. Sucede que, justamente en este caso, la finalidad del impuesto no resulta demasiado criticable puesto que, como ya hemos explicado, apenas pretendía internalizar la externalidades negativas de las emisiones de CO2. El hartazgo social se produce, claro, porque la sociedad francesa ya no tolera otro tributo más sobre sus espaldas, pero sus críticas no deberían dirigirse en concreto contra esa figura impositiva sino contra todas las demás.

Así las cosas, ¿existe alguna forma de articular los impuestos pigouvianos al CO2 sin que el Estado los aproveche para sobredimensionarse? Sí: la propuesta fue planteada hace casi dos años por tres conocidos economistas estadounidenses, Martin S. FeldsteinTed Halstead and N. Gregory Mankiw, en las páginas del New York Times ("Una defensa conservadora del activismo climático"). Su idea es bien sencilla: vale, creemos un impuesto pigouviano sobre las emisiones de CO2 pero devolvamos toda su recaudación a los ciudadanos en forma de un cheque per cápita (y a su vez eliminemos todas las regulaciones que pretendan planificar centralizadamente la transición energética). Es decir, convirtamos la generación de CO2 en una actividad relativamente más cara que ahora pero no lo aprovechemos para engordar el intervencionismo estatal: la riqueza permanece dentro de la sociedad pero se transfiere en términos netos desde aquellos ciudadanos que emiten CO2 a aquellos conciudadanos que sufren esas emisiones de CO2.

El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, parece haber tomado buena nota de las recomendaciones de Feldstein, Halstead y Mankiw: a partir de 2019, impondrá un sobrecargo de 20 dólares por tonelada de CO2 que irá ascendiendo hasta los 50 dólares en 2022, pero acto seguido devolverá el 90% de las sumas recaudadas a los propios ciudadanos canadienses. De esta manera, y a modo de ejemplo, se estima que la familia media de Ontario tendrá que pagar 564 dólares extra cada año como consecuencia del nuevo impuesto sobre el CO2, pero a su vez se beneficiará de una devolución fiscal de 697 dólares anuales, de modo que el saldo neto terminará siendo positivo. Sí, quien contamina paga (incentivándole a que deje de hacerlo), pero el Estado no saca tajada de ese pago.

El caso canadiense debería hacernos repensar de raíz cómo organizamos en Europa la política energética. Si Macron hubiese emulado a Trudeau, devolviendo a los franceses el dinero recaudado por su tributo climático, tal vez los chalecos amarillos no se habrían movilizado. Si Sánchez optara por emular a Trudeau con su impuesto al diésel, tal vez su propuesta no habría sido percibida como tan socialmente regresiva. Puede que haya una justificación para los impuestos sobre actividades contaminadoras: para lo que no cabe ninguna justificación es para que el Estado retenga y gestione esa recaudación.

Devolvamos, pues, todos los ingresos por 'impuestos medioambientales' a los ciudadanos; para no convertirlos en una herramienta confiscatoria más.


 

Publicado originalmente en el blog de El Confidencial (España)
Sobre Juan Ramón Rallo Julián

Director del Instituto Juan de Mariana (España) y columnista en ElCato.org. Es Licenciado en Derecho y Licenciado en Economía (Universidad de Valencia).