ECONOMIA INTERNACIONAL: JOHN H. COCHRANE

Estados Unidos: el fracaso de la macroeconomía

La producción per cápita disminuyó casi 10 puntos de porcentaje por debajo de la tendencia...

22 de Agosto de 2014
La producción per cápita en EE.UU. disminuyó casi 10 puntos de porcentaje por debajo de la tendencia en la recesión de 2008. Desde ese entonces, ha crecido menos de 1,5%, y perdido más terreno en relación a la tendencia. Las pérdidas acumuladas son de muchos billones de dólares (“trillions” en inglés), y continúan creciendo. El último reportaje del PIB vuelve a decepcionarnos, habiendo caído este durante el primer trimestre.

El crecimiento esclerótico se impone ante todos los demás problemas económicos. Sin un crecimiento vigoroso, nuestros hijos y nietos no verán grandes mejoras en los estándares de salud y en su calidad de vida como los que nosotros gozamos en relación a nuestros padres y abuelos. Sin el crecimiento, la capacidad de nuestro Estado, desde ya cuestionada, de pagar por la sanidad, las pensiones de jubilación y la deuda públicas se evaporan. Sin el crecimiento, el futuro de los desafortunados no mejorará. Sin el crecimiento, la fortaleza de las Fuerzas Armadas de EE.UU. y nuestra influencia en el extranjero seguro desvanecerán.

Destacados macroeconomistas de todos los colores deploran nuestro crecimiento lento. Robert Hall, de la Universidad de Stanford, considera a los años desde 2007 como “un desastre macroeconómico para EE.UU. de una magnitud sin precedente desde la Gran Depresión”. Describiendo nuestra actual situación, Larry Summers, de la Universidad de Harvard (un asesor del presidente Barack Obama), o Paul Krugman -de la Universidad de Princeton- sostienen una opinión muy similar a la del señor Hall, o a la de Ed Lazear y John Taylor de la Stanford (ambos sirvieron en la administración de George W. Bush) o a la de Ed Prescott, de la Universidad Arizona State.

Los macroeconomistas difieren, de manera aguda, acerca de las causas de la desaceleración que se dio después de la recesión y acerca de qué políticas podrían curarla. A grandes rasgos, ¿se debe la desaceleración a una falta de “demanda”, que los estímulos fiscales o monetarios podrían abordar, o se debe a causas estructurales que los estímulos no podrán resolver?

El lado de la “demanda” inicialmente citaba modelos macroeconómicos del nuevo keynesianismo. De acuerdo a esta visión, la economía requiere de una tasa de interés real (luego de ajustar para la inflación) marcadamente negativa. Pero la inflación solo es de 2% y la Reserva Federal no puede reducir las tasas de interés por debajo de cero. Por lo tanto, la actual tasa de interés real negativa de 2% es demasiado alta, induciendo a la gente a ahorrar demasiado y gastar muy poco.

Los modelos del nuevo keynesianismo también han producido mágicas predicciones de políticas públicas. El gasto público, incluso si es financiado con impuestos, e incluso si es completamente desperdiciado, aumenta el PIB. Larry Summers y Brad DeLong, de la Universidad de Berkeley escriben acerca de un multiplicador tan grande que el gasto genera suficientes impuestos como para financiarse así mismo. Paul Krugman escribe que incluso “la falacia de la ventana rota deja de ser una falacia”, porque reemplazar ventanas “puede estimular el gasto y aumentar el empleo”.

Si observa detenidamente los modelos del nuevo keynesianismo, sin embargo, este diagnóstico y estas predicciones de políticas públicas son frágiles. Hay muchas maneras de generar las predicciones del PIB, inflación y empleo de los modelos, en torno a sus presunciones subyacentes acerca de cómo se comporta la gente. Algunos predicen multiplicadores extra grandes y reviven la falacia de la ventana rota. Otros generan predicciones de políticas públicas normales —multiplicadores pequeños y costosas ventanas rotas. Ninguno predice nuestra actual desaceleración estable con inflación baja como un fracaso de la “demanda”.

Estos problemas son reconocidos y ahora académicos como Gauti Eggertson y Neil Mehrotra, de la Universidad de Brown, están ocupados alterando los modelos para abordarlos. Eso está bien. Pero los modelos que alguien pueda lograr que funcionen en el futuro no están listos para servir de guía para cómo gastar billones de dólares del erario público.

La reacción en los círculos de políticas públicas a estos problemas no ha sido la de retractarse completamente, no solo del admirable rigor de los modelos del keynesianismo nuevo, sino más bien del intento de hacer de la economía algo mínimamente científico.

Los señores DeLong and Summers y Laurence Ball, de la Universidad de Johns Hopkins, capturan este sentimiento bien, escribiendo en un estudio reciente que “el pensamiento nuevo adecuado es en gran medida el pensamiento viejo: las ideas Keynesianas tradicionales de las décadas entre 1930 y 1960”. Esto es, desde antes de la década de los sesenta cuando el pensamiento Keynesiano era cuantificado, introducido a los computadores y evaluado ante esos datos; y antes de la década de los setenta, cuando esa evaluación fracasó y otros economistas construyeron modelos nuevos y más coherentes. Paul Krugman, de igual forma, se queja de las “generaciones de economistas” que están “viendo el mundo a través de una nube de ecuaciones”.

Bueno, puede que tengan razón. Las ciencias sociales se pueden descarrilar por cincuenta años. Creo que la economía Keynesiana hizo precisamente eso. Pero si la economía es tan efímera como la filosofía o la literatura, entonces no puede colocarse el sombrero de pericia científica para demandar billones de gasto público.

El establishment de políticas públicas relacionadas al clima también quiere gastar billones de dólares, y cita literatura científica, no importa qué tan imperfecta y contenciosa sea esa literatura. Imagínese qué tan menos persuasivos serían si en lugar de hacer eso rechazaran la ciencia del clima publicada desde 1975 y se quejaran de “la nube de ecuaciones” en los modelos climáticos; si nos dijeran que volvamos a los escritos complejos de un gurú del clima del período de las grandes sequías y tormentas de polvo durante la década de 1930, según ellos interpretan sus escritos. Ese es el argumento actual a favor del estímulo fiscal.

En la visión alternativa, una falta de “demanda” ya no es el problema. Los analistas financieros ahora se preocupan acerca de “riesgos excesivos para lograr retornos” y de “burbujas de activos”. Los precios de las casas han subido. La inflación está estable. La Reserva Federal evidentemente está de acuerdo, dado que está hablando de una moderación y retirada, no de más estímulo. Aún los super-Keynesianos notan que cinco años de desaceleración han permitido que el capital físico y humano decaiga, razón por la cual la “demanda” no se reversará rápidamente. Pero estamos atascados en una mala posición. Aunque las tasas de desempleo están volviendo a niveles normales, muchas personas ni siquiera están buscando un trabajo.

¿Dónde, en cambio, están los problemas? John Taylor, Nick Bloom de Stanford y Steve Davis de la Escuela Booth en la Universidad de Chicago perciben la incertidumbre inducida por políticas públicas improvisadas como el problema. ¿Quién quiere contratar, prestar o invertir cuando la próxima vez que se use la pluma presidencial o se inicie la cacería de brujas del Departamento de Justicia se pueda deshacer todo el trabajo logrado? Ed Prescott enfatiza los impuestos grandes y distorsionadores y las regulaciones intrusivas. Casey Mulligan de la Universidad de Chicago explica los desalientos no intencionados que resultan de los programas sociales. Y así sucesivamente. Estos problemas no causaron la recesión. Pero ahora han empeorado, y pueden impedir la recuperación y retardar el crecimiento.

Estos criterios son mucho menos sexy que aquellos que perciben una sola causa, la “demanda”, como algo fácilmente resuelto mediante políticas mágicas. Estos criterios requieren que nosotros hagamos el trabajo difícil de arreglar las cosas que todos estamos de acuerdo que necesitan ser arregladas: nuestro código tributario, nuestro estado regulatorio que se presta para el capitalismo de compadres, nuestro lío de protecciones anti-competitivas y anti-innovación, la educación, la inmigración, los elementos disuasorios de los programas sociales, y así sucesivamente. Estos requieren “reformas estructurales”, no “estímulos”, según va el lenguaje en los círculos de políticas públicas.

Pero felicitemos a ambos lados del debate por enfatizar que el crecimiento lento es el problema más latente —aunque Washington parece haberse olvidado de éste— y que el crecimiento lento representa una herida autoinfligida, no una inevitabilidad que debe ser sufrida.
 
Sobre John Cochrane

Es profesor de finanzas de la Escuela Booth de Negocios en ls Universidad de Chicago, y Académico Adjunto del Cato Institute. Publica regularmente en español en el sitio web del Instituto Cato, Washington, D.C.