POLITICA | OPINION: PABLO PORTALUPPI

Nuestra Reina

'Que un Rey se ame más a sí mismo que a su pueblo es muy triste. Pero que un pueblo ame más a su Rey que a sí mismo es muy peligroso'.

07 de May de 2014
'Que un Rey se ame más a sí mismo que a su pueblo es muy triste. Pero que un pueblo ame más a su Rey que a sí mismo es muy peligroso'. Rey o Reina, para el caso, es lo mismo. Pero, ¿existe alguien en esta tierra austral que ame a nuestra monarca? Por supuesto que sí; se trata de aquellos que se amontonan en el pequeño patio de la Casa Real, creyéndose algo que no son y -peor aún- creyendo en una revolución imaginaria. Es la 'Juventud Maravillosa' de la que hablaba el Viejo Líder, o los 'Pibes para la liberación' -así gustan autoproclamarse- que desconoce incluso de quién o de quiénes pretenden 'liberarse'. Aunque -eso sí- lo hagan con los bolsillos llenos y en control de abundantes cargos provistos por el Estado Benefactor. Cual pulpo que extiende sus tentáculos hasta abarcarlo todo, pero sin comprender que, en el fondo, sólo se aferra a una ilusión -a la nada misma. Los protagonistas creen estar en el centro, desparramando daño contra la pobre nación, a la vista de todos y con el permiso ajeno. Quizás no estén tan equivocados; pues ya lo decía Oscar Wilde en otra época: 'En estos tiempos, los jóvenes piensan que el dinero lo es todo, algo que comprueban cuando se hacen mayores'. Con un atisbo de sorna, Wilde quizá esté otorgándole la razón a estos voraces, feroces e inescrupulosos muchachos. 'La mejor manera de librarse de la tentación, es caer en ella'.
 
El relato Real hace tiempo que se está desgajando. Aunque lo haga de a poco, en cincuenta cuotas sin intereses; lenta pero inexorablemente. Las máscaras comienzan a caerse, a resquebrajarse, y entonces surge el verdadero rostro. Otrora hermoso, hoy atravesado por las arrugas del rencor. Por un carril, transita la realidad; por el otro -y totalmente a contramano-, circula el Discurso Real. Plagado de tics, de bufones de dudosa calidad, de infelices reidores y rabiosos aplaudidores. Pero, ¿a quién le habla la Reina? ¿A los jóvenes para la liberación, acaso? ¿A ella misma? Retomemos a Wilde: 'Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo, mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que, a veces, no entiendo ni una palabra de lo que digo'.
 
El Papa propugna: 'Cuiden a la Reina'. ¿Por qué? ¿No ha sido ella, acaso, la que tiene la misión de cuidar de nosotros? La Dinastía que nos gobierna desde hace ya más de diez años cimentó su dominio en la dádiva arrojada al pueblo, y en el terror frente a sus potenciales contrincantes. Pero el terror solo es terror cuando se alimenta del miedo. Y el miedo es un elemento propio de los cobardes. Somos la mujer golpeada; esa que puja por librarse de su victimario pero, al mismo tiempo, lo perdona con recurrencia. Luego, aquellos que aspiran a suceder a la Reina en el trono -que quedará vacante en unos meses- se esfuerzan para emular los peores vicios de sus aparentes rivales, creyendo que esta maniobra es del agrado del pueblo. Consideran que el pueblo los amará tanto o más que a ellos mismos, como ocurría con el soberano que se fue. Y tal vez tengan razón.
 
En un vocabulario plagado de palabras hermosas, escuchamos asiduamente una de moda; horrenda, por cierto: 'Empoderar'. Aunque quieran implicar otro proceder: el darle poder al pueblo. Esto es, obsequiarse poder a ellos mismos, a través de cargos en la Justicia, en el Estado, en el Congreso. ¿Cumplirán con su cometido? Difícil: se trata de un grito desesperado, casi en el desierto. De aquellos que no se resignan a emprender la retirada. ¿Quién los va a amar? No existe nada más terrible y espantoso que jamás nadie hable de uno. La indiferencia es la peor enfermedad para aquellos que han sido escuchados durante tantos años. Para ellos, no hay nada peor en el mundo que pasar a estar en boca de nadie. 
 
'La juventud es un defecto que se corrige con el tiempo'. Y los jóvenes -que no lo son tanto- amontonados en una agrupación que lleva el nombre de un rey efímero, alguna vez se harán a la idea de sus propios defectos; pero será tarde. Para entonces, ya serán millonarios y tendrán asegurado incluso el buen pasar de sus bisnietos. No será tarde para ellos, por cierto. Será tarde para el pueblo, que ama tanto que luego actúa como la cónyuge mujer despechada, aturdida. Y la Madre que nos ha dado a luz (así se promociona ella, como nuestra progenitora) estará sentada sobre una montaña de dólares o euros, en las bóvedas que guarda en su morada. Sufriendo tal vez por su propia soledad tan concurrida, después de interminables años merodeada por bufones, idiotas y vivillos. 'El dinero es como el estiércol: si se amontona, hiede'.
 
Sucede que la Reina no se percata que su pueblo ya no la ama. Presienten -ella y sus asociados- que están sentados sobre un polvorín, donde los desocupados crecen cada vez más sin que ella ni ninguno de sus súbditos los registre. Y los pobres se amontonan como el Dinero Real, y para Ella, la Soberana, huelen a estiércol, como la propia fortuna. ¿Para qué registrarlos? No es necesario, ya que lo que no se dice, no existe. Podrá pulular por allí más de un valiente que intente decirle las cosas como son, pero ya se sabe: si se escucha, se corre el riesgo de ser convencido. Y, en todo caso, mejor dejarse convencer por aquellos que asienten, que bajan la cabeza. Esos que celebran y aplauden cualquier estupidez.
 
Pero existe algo peor que una Soberana enamorada y amante de sí misma, y son aquellos que creen estar viviendo en la Verona de Romeo y Julieta cuando, en realidad, están transitando los últimos vestigios de la Dinamarca de Hamlet. Podrida, erosionada, a punto de desmoronarse. Son aquellos que se vislumbran como pro-hombres, y llaman "conflicto social" al delito, "error" al asesinato, "víctimas crueles de la injusticia social" al malandraje. Mientras rodean a la Reina con rictus de semidioses y, de tanto vivir en castillos de cristales -convenientemente alejados del barro y el mal olor- confunden flores con tomates, biblias con calefones, castigos con palmadas en la colita. Cuando el Rey Claudio comprende la verdad de su Estado, es ya demasiado tarde: está a punto de morir, ensartado por el espada de Hamlet, y Fortimbrás se posiciona a las puertas de su exiguo reino, para invadirlo y someterlo. 
 
Al cierre, ofrendemos un manto de piedad. Porque, al fin y al cabo, así lo expresó Groucho Marx: 'La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después el remedio equivocado'. Vale conformarse con la certificación de que Groucho no era argentino, y que murió ya hace muchos años.

 
 
Sobre Pablo Portaluppi

Es Analista en Medios de Comunicación Social y Licenciado en Periodismo. Columnista político en El Ojo Digital, reside en la ciudad de Mar del Plata (Provincia de Buenos Aires, Argentina). Su correo electrónico: pabloportaluppi01@gmail.com. Todos los artículos del autor, agrupados en éste link.