SOCIEDAD: ALBERTO BENEGAS LYNCH (H)

Para reflotar la Democracia

Lo primero me parece es entender que, en nuestros días, la democracia ha fenecido y ha mutado en cleptocracia, es decir, gobierno de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida.

24 de Diciembre de 2012

Lo primero me parece es entender que, en nuestros días, la democracia ha fenecido y ha mutado en cleptocracia, es decir, gobierno de ladrones de libertades, de propiedades y de sueños de vida. Al efecto de tener esto claro, es pertinente tener grabado a fuego el pensamiento de uno de los preclaros exponentes de la revolución más exitosa de lo que va de la historia de la humanidad. Me refiero a Thomas Jefferson, quien consignó en Notes on Virginia (1782) que “Un despotismo electo no es el gobierno por el que luchamos” pero eso es en lo que se ha transformado, no solo en buena parte de la región latinoamericana, sino en países europeos y en la propia tierra de Jefferson.

La primera vez que la Corte Suprema de Justicia estadounidense se refirió expresamente a la “tiranía de la mayoría” fue en 1900, en el caso Taylor v. Breknam (178 US, 548, 609) y -mucho antes que eso- el Juez John Marshall redactó en un célebre fallo de esa Corte (Marbury v. Madison) en 1802, donde se lee que “toda ley incompatible con la Constitución es nula”. Seguramente, el fallo más contundente de la Corte Suprema de EE.UU. es el promulgado en 1943 —prestemos especial atención debido a lo macizo del mensaje— en West Vriginia State Board of Education v. Barnette (319 US 624), que reza de este modo: “El propósito de la Declaración de Derechos fue sustraer ciertos temas de las vicisitudes de controversias políticas, ubicarlos más allá de las mayorías y de burócratas, y consignarlos como principios para ser aplicados por las Cortes. Nuestros derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad, la libertad de expresión, la libertad de prensa, la libertad de profesar el culto y la de reunión y otros derechos fundamentales no están sujetos al voto y no dependen de ninguna elección”.

Recuperar la DemocraciaAutores contemporáneos como Giovanni Sartori, en sus dos volúmenes de la Teoría de la Democracia, se ha desgañitado explicando que el eje central de la democracia es el respeto por las minorías, y Juan A. González Calderón en Curso de derecho Constitucional, apunta que los demócratas de los números ni de números entienden, ya que se basan en dos ecuaciones falsas: 50% más 1% = 100% y 50% menos 1% = 0%. Por su parte, Friedrich Hayek confiesa, en Derecho, Legislación y Libertad: “Debo sin reservas admitir que si por democracia se entiende dar vía libre a la ilimitada voluntad de la mayoría, en modo alguno estoy dispuesto a llamarme demócrata” porque, como había proclamado Benjamin Constant en uno de sus ensayos reunidos en Curso de política constitucional: “La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto”.

Ahora bien, sabemos que la cuestión de fondo es educativa, en el sentido de realizar esfuerzos para influir sobre mentes en cuanto a comprender las ventajas de la sociedad abierta pero, entretanto, es indispensable considerar nuevos procedimientos para maniatar al Leviatán antes que sucumban todos los vestigios de libertad y respeto recíproco. En este sentido, vuelvo a insistir una vez más en que, en un cuadro de federalismo, se consideren las reflexiones de Bruno Leoni para el Poder Judicial en La libertad y la Ley, se tomen seriamente las propuestas para el Poder Legislativo que efectuó Hayek en el tercer tomo de su obra mencionada y, para el Poder Ejecutivo, se adopten los consejos de Montesquieu en Del Espíritu de las Leyes, en cuanto a que “El sufragio por sorteo está en la índole de la democracia”. Esto último —dado que cualquiera puede gobernar— moverá los incentivos de la gente hacia la necesidad de proteger sus vidas y haciendas, es decir, hacia el establecimiento de límites al poder que es precisamente lo que se requiere para sobrevivir a los atropellos de los aparatos estatales. Como ha indicado Popper, la pregunta de Platón sobre quién debe gobernar está mal formulada: el asunto no es de personas sino de instituciones, “para que el gobierno haga el menor daño posible”, tal como escribe aquel filósofo de la ciencia en La Sociedad Abierta y sus Enemigos.

Frente a los graves problemas mencionados, es indispensable usar las neuronas para contener los abusos del poder. Al fin y al cabo, en el recorrido humano nunca se llegará a un punto final. Estamos siempre en ebullición en el contexto de un proceso evolutivo. Si las soluciones propuestas no son consideradas adecuadas, hay que proponer otras, pero quedarse de brazos cruzados esperando que ocurra un milagro. Esto no es para nada conveniente, ya que no pueden esperarse resultados distintos aplicando las mismas recetas.

Tal como nos han enseñado autores como Ronald Coase, Harold Demsetz y Douglas North, debemos centrarnos en los incentivos que producen las diversas normas y, en el caso que nos ocupa, está visto que alianzas y coaliciones circunstanciales tienden al atropello de las autonomías individuales y a degradar las metas originales de la democracia, convirtiéndola en una macabra caricatura. Es hora de reflotar la democracia mientras estemos a tiempo. Y -se entiende- no se trata de la ruleta rusa de mayorías ilimitadas; es como ha escrito James M. Buchanan: “Resulta de una importancia crucial que recapturemos la sabiduría del siglo dieciocho respecto a la necesidad de contralores y balances y descartemos, de una vez por todas, la noción de un romanticismo idiota que reza que, mientras los procesos son considerados democráticos, todo vale” (en "Constitutional Imperatives for the 1990s. The Legal Order for a Free and Productive Economy").

Por otra parte, sin perjuicio de insistir en lo aquí consignado para dar tiempo a que evolucionen los debates sobre externalidades y al efecto de mantener la mente despejada de telarañas y estar atento a otras variantes, transcribo un pensamiento de quien fuera el dirigente conservador argentino más destacado de su tiempo en su país, el célebre ex Diputado Emilio Hardoy, quien escribió en el capítulo final de su último libro No he Vivido en Vano: “Ante todo, declaro que el poder es, en sí mismo, maldito. ¿Por qué un hombre revestido de un inmenso poder puede imponer a otros su voluntad? ¿Por qué el Estado puede encarnarse en un hombre e impulsar a un pueblo entero hacia la guerra o la paz, la prosperidad o la miseria, el progreso o el fracaso? ¿Por qué un hombre puede mandarme a mí, que soy también un hombre libre, por la voluntad de Dios? ¿Por qué un hombre provisto de autoridad, boato, riqueza, privilegios y honores, puede obligarnos? Unicamente los vicios y debilidades de la naturaleza humana permiten esbozar una justificación moralmente insuficiente […] El que ha mandado debe hacerse perdonar el poder que, de un modo u otro, siempre ha usurpado…” (p. 459).

Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 20 de diciembre de 2012.

Alberto Benegas Lynch (h) | The Cato Institute, sitio web en español