POLITICA: LA COLUMNA DE JORGE ASIS EN EL OJO DIGITAL

Trotsky y Lerer

Sobre el laberinto permanentemente litigioso del Hospital Garrahan.

21 de Julio de 2010
n la imprevisiblemente disparatada Argentina del 2005, para entender algunas claves del litigio del Hospital Garrahan, habrá que recurrir, con mayor estoicismo que resignación, a las excentricidades de la arqueología política. Y coincidir, en principio, que aquel fervoroso redencionismo del trotskysmo racional, como práctica política contestataria, derivó en la utopía revolucionaria más inofensivamente simpática del siglo veinte. Sobre todo si se compara a su impulsor, don Liov Davidovich Bronstein, alias Trotsky, con las respectivas carnicerías confrontacionales que políticamente representaron, para la humanidad, Hitler y Stalin. Puede entonces percibirse que Trotsky, aquel infatigable teórico de la revolución permanente, fue, comparativamente, un pensador. Un adicto a la acción del idealismo. Una especie de Alberdi trunco del marxismo internacional. Por lo tanto, la ficción del trotskysmo se debatía, en medio de su devastadora fragmentación interna, contra el capitalismo, y, de manera riesgosamente simultánea, contra el comunismo de Stalin. Es decir, combatía a los hegemónicos partidos comunistas que habían tomado el poder. Para partir la Europa y acelerar la catástrofe estructural, de la que le cuesta salir, aún hoy, en lo que puede llamarse, con candoroso optimismo, la Europa del Este. Entonces el intelectual judío Liov Bronstein, alias Trotsky, merece su sitial de privilegio en la historia. Aunque lo merece más como formidable prosista -como por ejemplo un Sarmiento-, que como teórico de la ilusoria revolución. El "Facundo" de Trotsky fue, en realidad, la barbarie de Stalin. Aquel Trotsky supo diferenciarse oportunamente del declinante camarada Ulianov, o sea Lenin. Apostó por la construcción literaria de la revolución permanente, hasta que perdió, con dogmática severidad, en su confrontación interna, contra su máximo enemigo, Stalin. Para terminar su epopeya asesinado en Coyoacán, Méjico. Se cumplen sesenta y cinco años de aquel crimen magistral, ejecutado por Ramón Mercader, un bolchevique sicario de Stalin, ideológicamente convencido como un candidato actual a la inmolación, y que podría ser considerado como un anticipador de los mártires fundamentalistas del siglo XXI. Al morir, a los 61 años, Trotsky, el escritor, ya se había convencido que, en el fondo, a pesar del ropaje socialista, y del cuento autoritario de la dictadura del proletariado, en la Rusia soviética se asistía a la reconstrucción del imperio de los zares. Mientras tanto, las izquierdas candorosas de los países emergentes, aunque ambiciosamente secundarios, como la Argentina, solían emocionarse con el puño en alto, en nombre de todos los pobres del mundo. En definitiva, aquel romántico delirio transformador que se autodenominó trotskysmo, no pudo ser vanguardia de ninguna revolución. En ninguna parte. Y sus militantes, tan abnegados como inocentemente enternecedores, debieron convivir, inexorablemente, en medio de los fuegos, y con el fantasma de la sospecha. En especial, con las desconfianzas de las otras partes, igualmente irracionales, del conglomerado de la izquierda. Que acusaba, a los trotskistas, de hacerles el juego permanente a sus supuestos adversarios, los capitalistas. Los que intentaban masacrarlos, paradójicamente, y a través de sus personeros, sin piedad. Cuando llegara la ocasión, como en el tango. Santucho y Nahuel Moreno Hasta alcanzar la gloria irrisoria, en cierto modo menuda, de Gustavo Lerer, el trotskysmo argentino pudo presentar, en trazo grueso, dos variantes fundamentales, tácticamente antagónicas, apenas unificadas por el propósito revolucionario final. Una, la violenta, supo encabezarla Santucho, desde El Combatiente y con la fastuosa celebración de la acción directa. Derivó, obviamente, en la carnicería, anticipatoria de la represión, de la lucha armada. Sus consecuencias aún obturan, hasta impedirlo, cualquier atisbo de proyección superadora de la sociedad argentina. Y la otra, discutiblemente pacífica, la que privilegiaba "la acción de las masas", y la construcción "clasista del partido de los proletarios", tiene que ver con el racionalismo de La Verdad. Y la encabezó Nahuel Moreno. Trátase, acaso el teórico más representativo de la especialidad. Al menos en el artificio que puede coincidirse en denominar, por comodidad geopolítica, América Latina. De este último tronco surgen innumerables ramitas. Tienen que ver con las posiciones, tan pintorescas como correctamente estructuradas, como las de Altamira. O fuertemente impregnadas de un pobrerismo rudimentario, como las de Pitrola. O mediáticamente insustanciales, como las representaciones caricaturales, por ejemplo de la familia Zamora. Aunque ciertamente atractivas para los oficinistas confundidos y las manicuras stressadas. Lerer, el irreductible De una de las tantas ramas del "morenismo" parental surge, entonces, de manera volcánica, un cuadro como Gustavo Lerer, el heredero más emblemático de Trotsky. Irrumpe a los efectos de liderar las copiosas emociones de una sumatoria de pequeños burgueses inquietos. Seres sensibles que necesitan mantener la superstición chiquilina del concepto de lucha. Lerer se consolida para construir, desde las crispaciones protagónicas de las asambleas del Garrahan, la primer revolución permanente de la tierra. Aunque, una lástima, improbablemente exportable al escenario internacional. Como si el Muro no se hubiera desmoronado un pepino. Como si de la Unión Soviética no quedaran apenas materiales documentales para la perplejidad de los historiadores. La cuestión que el trotskysmo vuelve, en la tangencial Argentina, a despertar sospechas. Masivas desconfianzas del alucinante "campo popular". Sospechas de favorecer, por ejemplo, el discurso del adversario. El del "enemigo de clase". Mientras tanto se promueve, hasta el infinito, la imagen de Gustavo Lerer, el irreductible. Conflicto de circuito cerrado Se asiste entonces a la primera constatación "patronal": si la conducción del conflicto, les hubiera correspondido a los sindicatos impresentables de Los Gordos, ya estaba concluido desde hacía un mes. O peor aún, simplemente no hubiera existido. Sin embargo, como pertenece al territorio presentable de ATE, Asociación de Trabajadores del Estado, el tema se vuelve, sindicalmente, cada día más difícil. Téngase en cuenta que se agudiza, hasta la tensión, un conflicto de circuito cerrado. Del que no se puede salir sin jugarse y dictar las soluciones. En principio porque Kirchner, al Tano De Gennaro, el gran referente progresista del ATE, supo utilizarlo, como un guante descartable, para hacer algún que otro tacto anal. Y llegar. Aunque, para afianzarse, Kirchner debió privilegiar su relación con Los Gordos. Especialmente con su socio relativo, Hugo Moyano. Trátase de un poderoso avivado a fuerza de subsidios. A propósito, para Kirchner, Moyano está en plena cuenta regresiva. Porque es, después de Duhalde, el próximo objetivo a demoler. Por lo tanto, Kirchner no le entregó, a De Gennaro, las nalgas de la reivindicación de máxima. Que era la Personería Gremial, para equipararse, corporativamente, a Los Gordos. Sin embargo, a través de la monotonía sistemática de los decretos de necesidad y urgencia, Kirchner supo proporcionarle, a De Gennaro, tranquilizadores caramelos de madera. Aunque lo suficientemente dulces como para fortalecer, al Tano, ante su principal enemigo. Trátase de Andrés Rodríguez, alias El Centauro, de UPCN. Un competidor de la mercadería laboral del Estado. Asimismo, en la interna permanente, De Gennaro debe custodiar sus espaldas sensibilizadas por la desconfianza. Por lo menos, por la proyección amigable de Miccheli, el turbulento titular de ATE capital, que se siente en la permanencia de las gateras. A propósito, Miccheli, pese al progresismo retórico, y a sus consagratorios viajes a La Habana, debe controlar, por su parte, no sólo sus espaldas. Debe atender la irresistible proyección, por su parte, del delegado del Hospital Garrahan. Que es, por supuesto, Gustavo Lerer, el heredero de Trotsky. El luchador cuarentón que sabe conducir, a sus caricaturas de masas sensibles de pequeños burgueses que saltan como los barra bravas, hacia un laberinto, apenas iluminado por los focos fascinantes de la televisión. El bonapartismo a la bartola Por la parte de "la patronal", cómplice invariable del capitalismo, tenemos el raquitismo argumental del Estado. Que es representado por dos gobiernos sin ideas. Y que carecen incluso, sobre todo por la pereza de la impericia, de textos analíticos como el presente. Por ejemplo el gobierno agonizantemente progresista de Buenos Aires, formalmente encabezado por la convalescencia moral de Aníbal Ibarra. Trátase de una administración que se encuentra, es sabido, incapacitada hasta para encontrar un taxi libre en la Avenida de Mayo, y a las 11 de la mañana. Y sobre todo el gobierno electoral. El gobierno del bonapartismo a la bartola. El de Kirchner. Que vuelve a exhibir su proverbial incapacidad para resolver los problemas puntuales. Los dossiers que se alejen de las prepotencias insostenibles de las imposturas sin réplicas. Para colmo, Vulgarcito, como buen bonapartista a la bartola, detesta que lo corran, como Lerer, por izquierda. Por lo tanto ordena a los acotados ministros que obligatoriamente se le subordinan, que ni siquiera le atiendan, a Lerer, el teléfono. Tan solo supieron empantanar las negociaciones con una oferta de máxima. "Tienen tanto y ni un mango más", explicitaron el mensaje. Mientras tanto cultivan, por ejemplo, a través de la opulencia inquietante del ministro Ginés, un declaracionismo descalificador que cierra los caminos. Con el previsible objetivo de aislar, peligrosamente, a los huelguistas permanentes. Y es de manual, un somero Billiken de la militancia. El aislamiento conduce invariablemente a categorías de mayor radicalización. Por su parte, el ministro Tomada, que es más puro que el Quaker, hace lo que puede. Es decir, en el fondo Tomada no hace nada. Acaso apenas puede lamentarse, con su efigie de cantor de tangos noctámbulos, que el sensible litigio no se encuentre en la jurisdicción preferible de Andrés "Centauro" Rodríguez. Porque es menos progresista, el Centauro, pero más inescrupulosamente eficaz. Y mientras tanto, aún radicalizado, aún aislado entre los saltos y alaridos de su circuito cerrado, ¿cómo pueden hacer para detenerlo a Lerer? Lerer es, para depresión temeraria de Micchelli, cada vez más popular. Es cabeza invariable de informativos televisados que lo muestra con un megáfono, o a los saltos, en estado de éxtasis de barra brava, mientras recibe los aplausos de los exponentes de sus masitas. Sin embargo, le llega también, a Lerer y sus luchadores, y la inquietante solidaridad de otros sectores, igualmente marginales, como también radicalizados categóricos. Y que participan del mismo elitismo revolucionario. Y que confunden la huelga permanente con un fin. Y no como lo que la huelga es, un instrumento de lucha para no ser bastardeado, un medio. Téngase en cuenta que, para componer esta crónica, se opta, con conciencia editorial, por prescindir del golpe bajo de mencionar a los niños enfermos del Hospital Garrahan. Sin embargo es como homenaje, en el fondo, a todos los profesionales que aún se esfuerzan en hacerlo funcionar, a pesar de los cánticos infantiles de circuito cerrado, que fortalecen, precisamente, la instalación del discurso duro de los adversarios. De los "enemigos de clase". Los que aspiran, a pesar de todo, y sin el menor atisbo de stalinismo, a la sistemática construcción de un país viable. Y sin que resulte necesario, nunca más, ningún Ramón Mercader.
Jorge Asís Digital