Colombia, de virreinato a territorio en disputa: la traición a la herencia de 1810
Cada 20 de julio, los colombianos nos vestimos de amarillo, azul y rojo. Salimos a marchar, izamos la bandera...
Cada 20 de julio, los colombianos nos vestimos de amarillo, azul y rojo. Salimos a marchar, izamos la bandera, escuchamos discursos sobre la patria, sobre la libertad conquistada, sobre héroes inmortales que nos legaron una república. Cantamos el himno como si todavía creyéramos, como si el ritual bastara para sentirnos parte de algo más grande. Pero cabe preguntarse, con la mano en el pecho y los pies sobre esta tierra herida: ¿de qué somos realmente independientes?

El 20 de julio de 1810 consignó una ruptura política con España, aunque no una verdadera emancipación. Antes, bien; se asistió a una fractura entre criollos que no supieron —o no quisieron— construir un proyecto de Estado sólido, duradero y común. Tuvimos, en ese momento, la posibilidad de forjar una república fuerte, con visión de futuro, sobre los cimientos institucionales, jurídicos y culturales heredados del imperio español. Prevalecieron, sin embargo, los intereses particulares, las pugnas ideológicas entre centralistas y federalistas, la ambición por las tierras, y el poder local. No hubo unidad en lo esencial. Se fue la corona, y con ella el orden que —aunque pudo haber sido imperfecto bajo la mirada actual— había dado cohesión a un vasto territorio. Recibimos una herencia histórica inmensa, y la hemos dilapidado como hijos en disputa que se devoran entre sí.
La llamada Patria Boba no fue una anécdota pasajera, sino el inicio de un ciclo de fragmentación que aún padecemos. No supimos qué hacer con el territorio que heredamos, ni cómo gobernarnos sin el árbitro imperial. De ser el virreinato más extenso y estratégico de la América hispánica, pasamos a ser una nación desmembrada, sin visión geoestratégica, incapaz de administrar su diversidad ni de mantener su unidad. Colombia, que alguna vez fue parte de la gran Nueva Granada, se redujo geográficamente y se empobreció políticamente. Y, peor aún, nunca aprendimos a gobernar los recursos ni la tierra con equidad, ni a construir instituciones para todos. Perdimos más que una guerra contra el imperio: perdimos la oportunidad de consolidar una república seria. Esa fractura fundacional sigue abierta. Tal vez por eso, hoy continuamos buscando la independencia como si nunca la hubiéramos conseguido del todo.
Políticamente, nos mantememos atrapados en un juego de poder donde las élites se camuflan cambiando de partido según su conveniencia, sin convicciones reales ni proyectos de país. Algunos apellidos se repiten, los mismos rostros, pero con diferentes camisetas ideológicas, se reciclan campaña tras campaña, desconectados del clamor de las regiones y del ciudadano común. Económicamente, hablar de independencia es una ironía cuando emprender en Colombia es un acto de resistencia. Las pequeñas y medianas empresas —las que generan la mayor parte del empleo— no solo carecen de garantías y apoyo real, sino que son asfixiadas por una maraña tributaria que parece diseñada para castigar al que quiere progresar legalmente. Socialmente, hemos normalizado una cultura del facilismo, del atajo, de la trampa como medio de ascenso. No hemos querido —como sociedad— apostarle en serio a la educación, al esfuerzo sostenido, al mérito. Y lo más alarmante es el estado de la seguridad: el país está fragmentado, no porque falten diagnósticos, sino porque falta voluntad política. El Estado no tiene presencia integral en vastas zonas del territorio y tampoco muestra interés real en recuperarlas. No hay políticas de Estado sostenidas, sino respuestas reactivas, improvisadas, sin visión de largo plazo. Celebramos independencia, mientras muchos territorios están bajo el mando de actores ilegales que ejercen control social, económico y militar sin ningún contrapeso.
Residimos en una democracia formal con zonas de dictadura fáctica. El Estado existe en el papel, mientras en los territorios manda el miedo. Los diferentes acuerdos de paz, lejos de consolidar la tranquilidad nacional, han sido aprovechados por estructuras criminales para rearmarse, reposicionarse territorialmente, e incluso ganar visibilidad política y legitimidad pública. Muchas de estas organizaciones nunca tuvieron una voluntad real de reconciliación: usaron el discurso de la paz como fachada estratégica. Así, la violencia no se extinguió, solo cambió de rostro. Se reorganizó, se expandió, se volvió más fragmentada y difícil de combatir. Hoy tenemos más grupos armados, más rutas del narcotráfico, más reclutamiento infantil, más minería ilegal, más desplazamiento forzado. Celebramos independencia mientras hay zonas donde ser colombiano no garantiza ningún derecho.
Y, sin embargo, nos aferramos a los símbolos. Porque los necesitamos. Porque sin ellos, el vacío sería insoportable. Pero no basta con ondear una bandera si el territorio bajo ella está tomado por el crimen. No basta con cantar el himno si lo hacemos entre ráfagas de fusil o bajo la sombra del soborno. La verdadera independencia no se celebra: se construye.
Hoy más que nunca, el 20 de julio debería servirnos para mirar de frente esa república incompleta. Para preguntarnos si somos una nación o apenas un proyecto en disputa. Para reconocer que, si seguimos dependiendo de los caudillos, de las dádivas, del clientelismo, del miedo como forma de orden, la promesa de 1810 seguirá sin cumplirse. La independencia fue una semilla, pero no ha germinado como debería. Nos toca a nosotros —a esta generación— entender que, sin un proyecto común, sin instituciones que funcionen, sin ciudadanos que se sientan parte de algo más grande que sus intereses, no habrá libertad posible.
No quiero renunciar a la esperanza. Quiero creer que aún podemos emanciparnos, no de un rey lejano, sino de nuestras propias cadenas. Pero eso solo será posible si entendemos que la libertad no se hereda: se conquista.
Y Colombia, hoy por hoy, aún no es libre.
Ríos es Politólogo Internacionalista de la Universidad Militar Nueva Granada, Profesional en Ciencias Militares de la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova, y Administrador de Empresas; magister en Estrategia y Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra- Colombia, en 'Estrategia y Geopolítica'. Es analista político, docente y columnista en el periódico El Quindiano (Armenia, Colombia) y en El Ojo Digital. Es Oficial en Retiro del Ejército Nacional de Colombia.