La 'revolución' china es profunda, pero no carece de precedentes
En medio de un preocupante escenario de 'prosperidad para todos'...
En medio de un preocupante escenario de 'prosperidad para todos', el cual se sintetiza en el ataque contra un creciente listado de industrias, Pekín informó recientemente las nuevas reglas tendientes a fortalecer la supervisión ideológica que el gobierno ha decidido implementar sobre el sector del entretenimiento. Poco después, un obscuro blogger afirmó que tales desarrollos consignaban una 'profunda revolución' contra los capitalistas, contra la 'pleitesía' ante la cultura occidental, y contra las celebridades 'afeminadas'. Los medios de comunicación estatales se lanzaron a circular ampliamente ese post, expresando al menos algún atisbo de acuerdo con las reglas definidas por el seno del gobierno chino.
Esa incendiaria opinión dio lugar a una conmoción entre las comunidades de negocios chinas e internacionales, las cuales ya se hallaban comprometidas a partir de la intensidad de los ataques del gobierno, registrados durante los últimos meses. La especulación mediática en torno del asunto oscila entre las preguntas planteadas al respecto de hasta qué punto esos lineamientos remiten a una revolución, y entre las implicancias para los negocios en China.
Así las cosas, el concepto 'revolución' podría ser confuso, para cualquier observador de cuestiones chinas. Toda vez que el concepto suele emparentarse con el conflicto armado o con un cambio de régimen en otros contextos, en China, la palabra se relaciona con todo curso de acción establecido por el Partido Comunista a efectos de poner en marcha cambios en ciertos aspectos que hacen a la sociedad para, a la postre, fortalecer el control de Pekín.
'Revolución', en este caso, implica la amplificación del alcance de un gobierno absoluto -que involucra a todos los sectores sociales- con el objetivo de garantizar el éxito del Partido en sus propósitos; ésta es la definición de revolución que más se acerca a los debates que hoy se llevan a cabo. En rigor, el citado post en un blog que diera inicio a la controversia utilizó el concepto 'revolución' casi de modo intercambiable con otro: 'transformación'.
Mientras que el alcance y la intensidad de los desarrollos regulatorios de los últimos meses parecen no tener precedente, la ciudadanía china no debería sorprenderse por este cambio en la política de su país. Se han puesto en marcha cambios de curso revolucionarios desde que el presidente Xi Jinping llegó al poder en 2012, y aún antes también. De hecho, una de las primeras medidas tomadas por Xi en el seno del Partido Comunista consistió en lanzar una campaña anticorrupción que sigue su curso al día de hoy, y que es todavía más fuerte que los nuevos programas lanzados en ese sentido.
Siendo que el grueso de los elementos transformadores de la China de Xi se han implementado de modo gradual, no dejan de ser significativos. Una sencilla comparación de los excesos que caracterizaron a la aplicación de la ley en la China pre-Xi con actual el Estado de seguridad partidocéntrico y respaldado en alta tecnología que Jinping organiza prueba qué tan revolucionaria ha sido esta transformación.
Toda vez que el liderazgo de Xi ha acelerado el ritmo de los cambios en la nación asiática, a contramano de lo evidenciado por gran parte del discurso sobre política pública promocionado por Occidente, Xi no es el arquitecto de ese cambio. En los hechos, muchos de los cambios que Xi ha presidido dieron inicio con sus predecesores, y se hallaban inscriptos en el ADN del sistema de partido único, desde su concepción. Aún cuando esta perspectiva sea poco confortable para gobiernos y empresas involucradas con China, el Partido Comunista local siempre se ha visto a sí mismo como un partido revolucionario de corte marxista.
A contramano de las narrativas que pululan en el mundo de la opinión, incluso Deng Xiaoping, padre de la transformación económica china, siguió presentándose como un revolucionario comprometido, a lo largo de su trayectoria de vida. Sus reformas de mercado no consignaron el final del ciclo de vida de la revolución comunista, sino un reconocimiento del fracaso de los esfuerzos de Mao Zedong a la hora de intentar esquivar al capitalismo, considerado por el pensamiento marxista como un umbral necesario que es menester transitar previo a arribar al comunismo.
En gran medida, el liderato chino, a través de los años, se mantuvo firme a efectos de llevar a la práctica las ambiciones partidarias, aún cuando permitieron un florecimiento del capitalismo como medio para alcanzar ese declarado fin. No hicieron de esto un secreto; la mayoría de los analistas en Occidente simplemente no se tomaron en serio los pronunciamientos oficiales chinos.
Asimismo, Xi ha sido coherente y muy claro al momento de exteriorizar sus ambiciones revolucionarias. Con frecuencia, compartió su visión en torno de la transformación de China, para que la nación mute en una 'monumental y moderna nación socialista' hacia 2035, para consolidar un proceso de 'rejuvenecimiento nacional' -definido, a la sazón, como 'un líder global en términos de fortaleza nacional e influencia internacional'- para el momento en que el calendario marque la llegada del aniversario de la fundación de la República Popular, en 2049.
Nadie que esté situado fuera del liderato político chino y sus principales escalafones sabe exactamente cómo cada individuo encajará con esas ambiciones. En tal contexto, no puede descartarse la posibilidad de que el actual modelo de persecución tenga más que ver con un posicionamiento político de cara al congreso del partido que tendrá lugar en 2022, antes que en objetivos de largo plazo.
Con independencia de cómo vayan desarrollándose estos eventos, sin embargo, será hora de que las comunidades de negocios y de política pública se acostumbren a la idea de que China es hoy tutelada por un partido que porta una misión revolucionaria, y que esa misión -no ya la opinión de las élites o de gobiernos extranjeros- conduce el modo en que el partido percibe a los intereses nacionales.
Esto no significa que Xi esté preparándose para dar a conocer una nueva generación de guardias rojos, que fomente revoluciones en el exterior, ni que elimine a las fuerzas del mercado a criterio de reintroducir un sistema de comunas. Xi no es Mao. Mientras que, rutinariamente, Mao puso en jaque el desarrollo económico de China y su prestigio global, en el nombre de experimentos sociales de pobre factura, Xi ha atado su legado a la transformación del país en uno de los más ricos e influyentes de la Tierra, al tiempo que se esmera en preservar el monopolio del partido en lo que a la política doméstica respecta. Este es el núcleo de sus objetivos revolucionarios.
A efectos de garantizarse el éxito en sus metas, Xi necesita contar con un robusto sector privado, que se muestre conectado a los mercados internacionales. En reiteradas oportunidades, ha confesado comprender esto. Liu He, su mano derecha en asuntos económicos, se hizo eco de esa comprensión hace pocos días, consignando que el sector privado contribuye con más de un 50% de los ingresos impositivos del país, con el 60% de su Producto Bruto, con el 70% de sus innovaciones tecnológicas, y con el 80% de la generación de empleo en núcleos urbanos.
También hace pocos días, funcionarios de carrera en el régimen se esforzaron para cortejar a inversores extranjeros, al tiempo que pidieron profundizar la interacción entre los mercados chinos y los mercados globales.
De esta manera, es improbable que los temores frente a una nueva 'revolución cultural' se materialicen, al menos no en el modo en que muchos se imaginan, considerándose el término de referencia. Mientras que Mao propició caos para consolidar sus objetivos políticos, hasta el momento Xi se ha abrazao a una aproximación diferente. En los nueve años desde que llegó al poder, Xi ha tutelado una de las más furibundas persecuciones contra la sociedad civil en la historia. Monitoreo ciudadano, regulaciones, aplicación de la ley y disciplina partidaria -y no el recurrir a turbamultas- son las herramientas dilectas del control del Partido bajo el amparo de Xi Jinping.
En tanto la desesperación política podría, eventualemente, compelirlo a torcer el rumbo, la probabilidad de ocurrencia de ese proscenio parece ser remota, dado el control sin precedentes con que Xi cuenta en el orden dirigencial.
Aquellos que se esfuercen en comprender hacia dónde Xi está llevando a China, deberían estudiar su trayectoria como gobernante, esto es, lo que él y otros funcionarios de carrera han declarado y lo que han hecho desde arribados al poder. No deberían prestar mayor atención a los más notables fracasos de su predecesor, que puso en práctica un comportamiento extremista.
Antes que reforzar la pureza ideológica copiando el modelo de movilización masiva de Mao, y antes que amenazar la estabilidad social que tanto se esmera el partido en preservar, los líderes chinos continuarán desplegando a sus fuerzas de policía y a sus agentes regulatorios, con el fin de que individuos y ciudadanía suscriban a la línea del Partido.
Antes que declararle la guerra al capital privado, Pekín continuará recurriendo a mecanismos regulatorios y a presiones, para forzar a que distintos sectores y las firmas de capital privado comprendan el alcance de la amenaza -económica o política- para que, antes que hacer frente a una clausura, se atengan a los lineamientos del Partido Comunista.
Al materializar sus propósitos, con gran probabilidad, Pekín intervendrá en forma directa para regular al sector privado, aunque se torna improbable que intente una cooptación más amplia de las empresas privadas. Unas pocas compañías privadas o sectores estratégicos podrían ser nacionalizados, o ser forzados a absorber pérdidas, a efectos de respetar los objetivos de largo plazo. Sin embargo, el approach elegido por el Partido para ejercitar controles sobre el sector privado cuando los marcos regulatorios y la aplicación de las leyes no sean suficientes, probablemente Pekín se abrace a una táctica de adquirir más capital accionario en esos espectros¡.
En el terreno, ello podría conducir a la adquisición de acciones de oro -'golden shares'-, conforme se informó que sucedió con la compañía ByteDance. Estas medidas apuntarán fundamentalmente a firmas chinas. Sin embargo, las empresas de capital extranjero con joint ventures junto a firmas chinas en sectores críticos podrían verse afectadas, de manera indirecta.
Mientras Xi prosigue en su transformación de China, es importante tener en cuenta que tanto él como el Partido ensayan escenarios, a medida que el calendario avanza. Se toparán con obstáculos en el camino y, en algunas instancias, podrían ser forzados a retroceder, o bien a aguardar hasta que tiempos y condiciones sean correctos.
En efecto, Xi persigue una agenda ambiciosa, y algunos de sus planes no han sido puestos en práctica a lo largo de los años, conforme era su ideal. Esto no significa que esos planes sean descartados, sino que las condiciones no eran las apropiadas, o bien que el surgimiento de crisis -como es el caso de la pandemia de COVID-19- redirigió la atención oficial hacia otros horizontes. No obstante, y sin importar las demoras o algún eventual retroceso, la dirección general que el Partido está tomando frente a China -mediando un involucramiento ampliado del Estado en la sociedad- probablemente no acuse mayores cambios.
Una 'revolución profunda' ha estado en marcha desde la fundación de la República Popular. Al comparársela con los cambios generados por la revolución en el siglo anterior, ha de subrayarse que el presente carácter de la misma es más sutil, incrementalista, y que es ejecutado por marcos regulatorios antes que por milicianos o por guardias rojas.
Al tiempo que Pekín avanza en la promoción de sus ambiciones de cara a 2049, dirigentes políticos, líderes de la industria e inversores deberán acostumbrarse al hecho de que la avanzada del Estado y la reafirmación de marcos regulatorios son hoy un componente de largo plazo en la economía china. Los novedosos esfuerzos en torno de purificar la cultura popular son una manifestación de esa tendencia.
Artículo original, en inglés
* El autor, Michael Cunningham, es investigador en el Centro de Estudios sobre Asia, en el think tank estadounidense The Heritage Foundation, en Washington, D.C.