INTERNACIONALES: PHILIP GIRALDI | REALPOLITIK

Estados Unidos: un gobierno, contra su propio pueblo

La cobertura de los medios respecto del coronavirus ha implicado que...

22 de Abril de 2020


La cobertura de los medios respecto del coronavirus ha implicado que otras noticias han terminado por ser ignoradas, o bien relegadas a las páginas interiores de los diarios -para jamás volver. Oriente Medio ha estado en llamas, pero la cobertura de los medios de comunicación en torno de las recientes maniobras de la Administración Trump contra Irán observan un carácter de invisibilidad. Mientras tanto, ya más cerca de nuestro barrio, la declaración del siempre presente Mike Pompeo -Secretario de Estado- al respecto de que el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, es un traficante de drogas, ha generado una suerte de olas -dado que se ha desplegado una fuerza naval en el Caribe a efectos de interceptar los supuestos narcóticos; pero ese relato también ha desaparecido de todo tratamiento.

Congreso de los Estados UnidosAcaso comportando un interés superior, emerge el relato que versa sobre la recurrente purga de funcionarios del gobierno estadounidense, lo cual se ha dado en llamar 'dragar el pantano' (Draining the swamp), por parte del presidente Donald Trump, conforme esta decisión podría, plausiblemente, consignar un impacto de largo plazo en el modo en que la política pública es definida en Washington. Previo al confinamiento parcial implementado por el coronavirus, parte de la conmoción en el seno de la comunidad de inteligencia (IC) y el Pentágono llegó a los medios, pero esos prolegómenos han sido reportados cada vez con menor frecuencia -ni aún tomándose nota sobre la remoción de varios inspectores generales de áreas del Estado.

Ciertamente, Trump tiene buenas razones para odiar a la comunidad de inteligencia y de seguridad nacional, las cuales rechazaban su candidatura presidencial y complotaron tanto para destruir su campaña como para, tras ser electo, aniquilar su presidencia. Ya fuere que uno argumento que lo que sucedió tuvo lugar por intervención del 'Deep State' o de una conspiración del establishment, o si ello tuvo lugar fundamentalmente dada la ambición personal de ciertos jugadores clave, la realidad es que una cifra de funcionarios de primera línea parecen haber olvidado los contenidos de sus respectivos juramentos frente a la Constitución, cuando era hora de lidiar con Donald Trump.

Como fuere, más allá del juego de las sillas que ha caracterizado a las designaciones durante los tres primeros años de la Gestión Trump, se ha registrado un esfuerzo mancomunado para remover a los miembros 'no leales' de la comunidad de inteligencia, calificándose a ese elemento como resabios de las Administraciones Bush y Obama. En febrero, la designación del Embajador de los EE.UU. ante Alemania, Richard 'Ric' Grenell, como Director interino de Inteligencia Nacional (DNI) -puesto que el hombre concentró en simultáneo con el de diplomático- ha sido criticada a partir de la falta de experiencia del personaje, de su historial de pésimo criterio y estrictamente partidista. Ahora, la Casa Blanca está diciendo que Grenell será reemplazado por John Ratcliffe, congresista de Texas, una vez que la designación interina se complete.

Sin embargo, las críticas contra Grenell a partir de sus evidentes deficiencias se alejan de las cuestiones de importancia, conforme él jamás estaba en posición para hacer nada constructivo. Grenell ya puso en marcha una purga de empleados federeales en la Casa Blanca y en el aparato de la seguridad nacional (a los cuales se consideró como no lo suficientemente leales), esfuerzo que fue respaldado por Robert O'Brien, Consejero de Seguridad Nacional, y por Mike Pompeo. Numerosos funcionarios de carrera ya han sido regresados a sus agencias de origen, mientras que los recientemente designados son elegidos del grupo de neoconservadores que supieron proliferar durante la Administración George W. Bush. Como se sabe, algunos prominentes neoconservadores como Bill Kristol se han autodescalificado para el servicio en el gobierno actual, dadas sus ácidas críticas contra el Trump candidato; mientras que muchos otros se las han arreglado para mostrarse políticamente viables, manteniendo sus bocas cerradas durante la campaña de 2016. Sin que ello represente sorpresa para nadie, muchos de los flamantes empleados son posicionados cautelosamente y tras un profundo escrutinio, con miras a garantizar que son furiosos simpatizantes del Estado de Israel.

Toda vez que no es poco frecuente que los presidentes se rodeen de pusilánimes, conforme Trump lo ha hecho con su espectacularmente poco calificado yerno, Jared Kushner, su Administración, sin embargo, tiene el hábito de imponerle una prueba de absoluta lealtad a casi cualquier persona que se acerque al presidente, lo cual incluso tiene lugar en muchos sitios más abajo del gobierno, en donde los empleados suelen ser apolíticos. Dado que la Casa Blanca de Trump no llegó a la fama por su pensamiento estratégico, la pérdida de profesionalismo difícilmente se perciba, aunque de seguro habrá una reducción en los niveles de resistencia mostrados por los nuevos empleados en agencias de seguridad y en las comunidades de inspectores generales. Esto significa que difícilmente haya alguien con las credenciales suficientes para obstaculizar cualquier comportamiento errático del jefe de Estado. En lugar de ello, a los altos funcionarios se les exigirá presentar conclusiones que sirvan para justificar todo lo que la Casa Blanca haga.

La reciente sentencia de Trump, al respecto de que él es la única persona con autoridad para abrir o clausurar el país, es claramente inconstitucional, al tomarse en cuenta la Décima Enmienda; asimismo, su afirmación al respecto de que recurrirá a su autoridad ejecutiva para lograr que el congreso apruebe un centenar de designaciones, califica como material para impeachment o destitución. Su exhorto del pasado viernes, que llamó a sus simpatizantes a 'liberar' tres estados frente a la cuarentena implementada por gobernadores locales, es insurrección. Riesgosa provocación que, innegablemente, calificaría como 'alto delito', en cuanto a lo tipificado por la Constitución americana.

El reciente despido de altos funcionarios por iniciativa de Trump es un dato notable, por cuanto ha involucrado a dos inspectores generales. El primero en irse fue Michael Atkinson, inspector general en la comunidad de inteligencia. Atkinson, sobre quien se sabe no caía en buena agrado debido a sus responsabilidades de organigrama, fue despedido -según se ha dicho- por haber sido el funcionario que remitió al Congreso el informe inicial, basado en informantes, sobre el comentado llamado telefónico al presidente ucraniano. Trump fundamentó su decisión en una carta a los dos comités de inteligencia del parlamento: 'Al igual que en el ejemplo de otros puestos en donde yo, como Presidente, cuento con el poder de designar (...), es vital que cuente yo con la absoluta confianza en las personas designadas que sirven como inspectores generales. Este ya no es el caso, al tratarse de éste Inspector General en particular'.

A tal efecto, debe consignarse que Atkinson tenía la obligación laboral de enviar el citado informe, para que se diera inicio a una supervisión legislativa de una eventual acción criminal desde el Ejecutivo. Tras el despido, Michael Horowitz -inspector general en el Departamento de Justicia- rechazó la crítica hecha por Trump versus Atkinson, argumentando que el despedido se había ocupado correctamente del asunto del informante. Por cierto, se trataba del llamado telefónico que llevó al proceso de impeachment de Trump; de tal suerte que Atkinson debió partir, y Horowitz bien podría ser el próximo en hacerlo.

Acto seguido de la defenestración de Atkinson, Trump fue por la cabeza de otro inspector general: se trata de Glenn Fine, inspector general principal en el Pentágono, y quien fura acusado por liderar el panel de inspectores con responsabilidad de supervisión a efectos de certificar la implementación del paquete de asistencia de US$ 2.2 billones por el coronavirus. Tal como lo recogieron los medios de comunicación, había una preocupación particular en relación a la falta de transparencia involucrada en el Fondo de Estabilización de Intercambio (Exchange Stabilizing Fund; ESF) de US$ 500 mil millones, que fue separado para ser extendido en forma de créditos a corporaciones y otras grandes compañías, cuando aquellas que más las necesitaban -las pequeñas y medianas empresas- no recibieron aportes. Salvo en el caso de firmas israelíes que se inscribieron para esos créditos. El riesgo de que el ESF se convierta en un sistema de favores para compañías favorecidas por la Casa Blanca es real, y muchas investigaciones observaron que los intereses comerciales de Trump podrían incluso verse directamente beneficiados, desde el momento en que la iniciativa fue diseñada.

Cuatro días después del despido de Atkinson, Fine también fue eyectado, para ser reemplazado por el inspector general de la EPA (Agencia de Protección Ambiental) Sean O'Donnell, considerado como férreo simpatizante de Trump. El día anterior, el Tuitero en Jefe le cayó encima a otro inspector general: Christi Grimm, funcionara responsable En Salud y Servicios al Ciudadano. Ella había emitido un informe que rezaba que su departamento había detectado una 'severa' escasez de material para testeo de plasma para virus en hospitales, y una 'amplia' carencia de equipos para protección personal (PPE) para trabajadores del espectro sanitario. Trump dijo a los periodistas: '¿Quién es éste inspector general? ¿De dónde ha salido? ¿Cuál es su nombre?'.

Al día siguiente, Trump volvió a plantarse en Twitter, preguntándose: '¿Por qué la IG, quien estuvo ocho años en la Administración Obama, evitó informar sobre la debacle del virus H1N1, en la que murieron 17 mil personas? ¿Por qué se negó a hablar con Almirantes, Generales, Vicepresidentes y otros a cargo, previo a confeccionar su informe? Otro falso dossier!'.

No sería impropio respaldarse en la analogía de los zorros que se hacen cargo del gallinero, por cuanto el pantano está lejos de ser drenado. Se detecta hoy un esfuerzo contundente a la hora de purgar a todo aquel que, estando en los escalones superiores del gobierno estadounidense, contradiga lo dicho por la Casa Blanca. Los inspectores generales que portan consigo la obligación de examinar episodios de malversación reciben hoy la advertencia de que, si se proponen mantener su empleo, habrán de atenerse a la bajada de línea presidencial -sin importar que aquélla se construya a base del capricho diario. Al cierre, emerge también la ironía de que quienes tutelan organismos de importancia como la Agencia de Protección Ambiental, se han comprometido a no reforzar el cumplimiento de normativas medioambientales, jamás.

Sin embargo, y en un terreno que resulta más perjudicial para los intereses del consumidor, el problema ha terminado por afectar a las agencias regulatorias que se supone deben supervisar la actividad potencialmente ilegal de corporaciones e industrias, a efectos de proteger al público. Como lo dijera George Stigler, economista de la Universidad de Chicago, en reiteradas anticipaciones, corporaciones que debieron estar 'reguladas' en sus operaciones, se han adueñado de todas las agencias regulatorias en el gobierno federal. Esas agencias hoy resguardan los intereses de las corporaciones, no del público. Se asiste, en rigor, a un gobierno bajo control de una oligarquía criminal; sin relación con el Pueblo.


Artículo original, en inglés | Traducido y republicado con permiso del autor, y de Unz Review (Estados Unidos)


 

Sobre Philip Giraldi

Especialista en contraterrorismo; ex oficial de inteligencia militar de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América (CIA). Se desempeña como columnista en medios estadounidenses, y como Director Ejecutivo en el Council for the National Interest. Giraldi es colaborador frecuente en Unz.com, Strategic Culture Foundation y otros. En español, sus trabajos son sindicados con permiso en El Ojo Digital.