NARCOTRAFICO Y ADICCIONES: JUAN A. YARIA

Entre lobos, narcos y manía

Hace meses, esperaba para verme un paciente de 55 años de edad. Solía decirme, con la mímica de un ser vencido...

25 de Junio de 2017
No sé quién soy, pero huyo.

Montaigne (humanista del Renacimiento; siglo XVI)

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Hace meses, esperaba para verme un paciente de 55 años de edad. Solía decirme, con la mímica de un ser vencido -y en un lenguaje tan inaudible como triste: 'He perdido todo: mis hijos, mi mujer... Volví a mi madre, ya viejita, ya vencida. Lo tuve todo y, ahora, nada... Todavía me queda el yate'. 'Sólo quiero drogarme, aunque sé que me muero'. El hombre no hacía otra cosa que describir el mundillo de la cocaína, y el descenso que caracteriza al adicto. El yate queda como testigo de un mundo que ya pasó y, dados sus problemas, el paciente no puede pisar tierra firme, porque está enfermo (in-firmus; de allí viene el concepto de enfermo, esto es, no-firme). Intento devolverle esperanza; lo miro fijamente, buscando transmitirle cierta voluntad de vivir, de la mano de un acompañamiento que pueda serle de utilidad en esta fase de su vida. El hombre sale reconfortado, tras registrar numerosas internaciones, las cuales anunciaban -una tras otra- su estado de decadencia. Hoy, triúnfa aquel que incita a la esperanza -lo cual sólo puede surgir a partir de un vínculo humano, lo único que no puede comprarse en una farmacia.

Todos parecen asemejarse al 'Lobo de Wall Street', para remitirnos a aquella célebre película de Di Caprio/Scorsese. Nadie como ellos supieron retratar ese mundo de lobos, es decir, de deshumanización sazonada y rociada con cocaína y alcohol, que luego remata en un descenso de la superestimulación con barbitúricos y tranquilizantes, además de opiáceos. Lo cierto es que Scorsese adelanta este tiempo y, como los grandes del arte, ilustró con brillantez el desmoronamiento de todo un sistema humano desde la década del ochenta. Mientras tanto, Pablo Escobar se frotaba las manos, cosechando millones de dólares en su Medellín natal, y disputándose mercados con Cali -tras bambalinas, México aguardaba, con sus propios cárteles. A la sazón, los narcos funcionaban como los sepultureros de un sistema inhumano que daba sus primeros pasos. A posteriori, Bernie Madoff, el financista que vivió de burbuja en burbuja entre vahos de alcohol y drogas, se encargaría de aportar la cereza del postre en tiempos de la crisis subprime de 2008 en los Estados Unidos -colorido subcapítulo en el que la manía y la omnipotencia se entremezclan con la adicción a las drogas. En ese plano de la existencia, el otro no importa -pero tampoco interesa nuestro propio cuerpo. En Madoff, la soledad de la 'burbuja' financiera se yuxtapone con el suicidio del hijo mayor y del cáncer del hijo remanente. Estafas, drogas, la manía de ganancias rápidas, sentencias a prisión superiores a los 150 años, muerte de los dos hijos -los cuales terminaron siendo su orgullo pero, a la vez, su condena moral; Madoff terminó sacrificando a ambos.

Lobo Wall StreetManía, omnipotencia, decadencia y crisis final. Ceguera del otro y de sí mismo, mientras la manía -en su alucinación- construye un limbo que luego se desmorona, entre órganos que explotan con el testigo mudo de la terapia intensiva y realidades que asustan con magistrados y policías que intentan suplir una Ley faltante en el mundo interior de todos estos actores -lanzados todos ellos a la locura.

Aquí, en nuestra comarca global, todo es en mucho similar, con el toque de la cumbia y la peculiar escenografía y belleza olfativa del conurbano, o los perfumes del centro y los barrios VIP. Desde las diversas 'Saladas' y ferias de ventas de todo, hasta el frenético impulso delirante de los elegantes barrios cerrados. Se asiste a la manía, que invade a los seres humanos hambrientos de ganancia rápida. Son personas que, sin más, se degradan en un interminable éxtasis alucinatorio; se sienten semidioses, entre mansiones y mujeres compradas. Iconos de esta realidad alternativa son Al Pacino, con su personaje Tony Montana en Scarface, y Pablo Escobar ('Capo de todos los capos'). Lo cierto es que los ideales sociales han cambiado y, con ellos, la escala de valores.


Las promesas de la cocaína

Siempre hay una promesa en juego; se trata, en rigor, de una imagen que cautiva y suma al individuo al novedoso cautiverio de millones de otros como él: es la fascinación de Narciso y del narcisismo per se. Los griegos -que, de esto, algo sabían- solían observar que la imagen es la sucesora de la sombra. Esta imagen -en apariencia triunfal- es la huída de la sombra, la ausencia, el dolor, la muerte. Acaso a Montaigne le haya asistido la razón cuando sentenció: 'No sé quién soy... pero huyo'.

Somos testigos hoy de una epidemia en donde la 'peste blanca' pretende resumir como título a un actor central de esta era que se anunciaba ya en la década del ochenta, allí donde la superestimulación es un actor central. Se impone rendir, no dormir, sobretensionar la propia performance: funcionar 'a mil'. Este eslogan invade las calles, la bolsas de valores, las redacciones de los grandes periódicos, las familias, las escuelas y universidades, las fiestas, etcétera. El sentido de todo es el exceso para optimizar la performance, lo cual reemplaza a la proyección. Porque no interesa ya proyectar el día a día; sólo importa rendir, aquí y ahora.

Así, pues, la hipermodernidad hace su presentación, como nueva etapa de la humanidad, marcada a fuego por la información en tiempo real e instantáneo. Es, naturalmente, la Era de la Robótica, y el inicio de la computación y la comunicación -el hombre se asimila a ese modelo, que lo fagocita. Al igual que la máquina, el hombre se vuelve veloz -aunque más no sea artificialmente. La definición perfecta de esta realidad, irónicamente, fue compartida por el propio 'Patrón del Mal' Escobar Gaviria, al referir sus biógrafos su frase de cabecera: 'Con ésto, no van a poder los ejércitos'. Conforme Escobar anticipaba ese nuevo existir, en el que las sustancias estarían llamadas a convertirse en una necesidad imperiosa para millones. Por estas horas, esa peste blanca adquiere distintos calificativos: cocaína, crack, pasta base, pastillas estimulantes, metanfetamina, éxtasis.

El antecedente, en muchos casos, es la marihuana. Desde la perspectiva de no pocos profesionales de la medicina y la psiquiatría, se une al alcohol como curso preparatorio que se cierra con el capítulo del 'flash blanco': drogas de huída neta, de carácter nirvánico, como los opiáceos. En compañía de la República Oriental del Uruguay, la Argentina es el primer consumidor de cocaína en la América del Sur, y el segundo en el continente -siempre después de los Estados Unidos. Ya la imagen del narco no remite a esa colección de personajes grotescos de los ochenta: no se autocalifican de 'empresarios ilegales'; viven en exclusivos barrios cerrados de, por ejemplo, la Provincia de Buenos Aires, desde donde regentean sus negocios con herramientas satelitales y una ingeniería financiera envidiada hasta por pequeños países.


La Argentina de los años ochenta
 
En la Argentina de los años ochenta, mueren personajes encandilados por el 'polvo blanco' -tal como inicialmente sucedía en EE.UU. La ilusión de potencia/omnipotencia se muestran como pasaporte seguro hacia la autodestrucción. El recordado Alberto Olmedo se precipitó de un balcón, en la ciudad de Mar del Plata. Otros participaron de horrendos crímenes. Hace pocos años, los medios describieron el desmoronamiento del 'último de los mohicanos' de la época, el 'Facha' Martel. Según sus propias palabras, Martel llegó a pernoctar en un vehículo abandonado. La cultura de la droga cimentaba entonces su penetración; de manera simbólica, Mar del Plata era conocida como la 'Ciudad Feliz', acaso como testigo y testimonio de aquella construcción.

La sociedad argentina comenzaba a perder la noción de 'fiesta', habida cuenta de que el ingreso a la postmodernidad viene de la mano del exceso: la fiesta acorta sus tiempos de disfrute; ahora, es inmediata. Las drogas y sus excesos le sirven al hombre postmoderno para suplantarlo todo, con ese disfrute perentorio. Pero el sentimiento que sobreviene al poco tiempo de iniciar la fiesta postmoderna es la tristeza, de la mano con el vacío más profundo.

Nos sucedió lo mismo que en la California de los ochenta -tal como lo recuerda un luchador y científico como Nahas. Nahas, científico de nota y que incluso fuera en su oportunidad contratado por el gobierno chino para prevenir probables epidemias de drogas en los ochenta, luchó en el estado americano de California, con el objetivo puesto en exhibir los daños. En el ambiente artístico, empresario y cultural, la cocaína es tenida por droga 'recreativa'. No se dice que, en aquella misma década, los ratones de laboratorio morían por consumir esa droga -ni siquiera ingerían alimento. Y en los seres humanos sucedía exactamente lo mismo. Clínicas, sanatorios, hospitales y consultorios se atiborraban de pacientes que, al igual que los pequeños roedores, tampoco 'podían parar'. Finales comunes: accidentados, hemipléjicos, homicidas. Muertos.

Bajo la intermediación de voceros privilegiados, la sociedad seguía hablando de la 'droga de la felicidad' y que -según decían- no provocaba daños. El 'no poder parar' no era el único dato que compartían aquellos ratones de laboratorio en el NIDA (Centro Nacional de drogas de EE.UU.): en simultáneo, comenzaron a registrarse cambios en el funcionamiento cerebral, a medida que el córtex iba adaptándose a su uso. Se tomó nota sobre cambios funcionales químicos y eléctricos, y cambios estructurales -infartos cerebrales, por ejemplo.

Mientras Estados Unidos proyectaba a los Madoff y a otros 'lobos' de Wall Street, en la Argentina, tenían lugar cambios culturales que anunciaban el arribo de la manía como sistema de vida -con la cocaína como evento mágico buscado. La droga ha hecho su ingreso ya en la familia. Es común hoy día asistir a familias enteras de consumidores o grupos de hermanos, padre e hijo, o madre e hija. Están los casos de los nutridos jardines de marihuana o las excursiones para ir a encontrarse con un pretendido y promocionado 'chamán' que los 'ilumine' con el hongo alucinógeno y la ayahuasca. En GRADIVA, nuestra comunidad terapéutica, el 62% de los pacientes tiene algún familiar consumidor. La tercera población de consulta son familiares en contacto con la droga; la segunda, son patologías de adultos con daños severos en los distintos sistemas del organismo, con severas alteraciones mentales consolidadas por un consumo de años. En primer lugar, siempre están los jóvenes.

El aspecto central del consumo -conforme ya lo hemos apuntado desde este espacio- siempre remite a la pérdida social. El mundo de 'lobos y narcos' siempre viene con costos; incluso un porcentaje del aumento de pensiones de discapacidad (más allá de su uso político) tiene mucho que ver con esta epidemia. Por cuanto existen hoy, en la Argentina, miles de muchachos jóvenes que han quedado incapacitados para llevar a cabo tareas complejas, a partir del daño neurológico irreversible provocado por el consumo de drogas. Para muchos, incluso las tareas más sencillas exigen un esfuerzo ciclópeo. Y lo cierto es que sólo quieren drogarse, como aquel paciente que se presentaba en GRADIVA como un 'espectador de su propia muerte' (tales fueron sus propias palabras). Este paciente había perdido ya toda capacidad de decisión y de freno ante sus impulsos autodestructivos.

En la vida familiar, las drogas conducen hacia fenómenos contrarios a todo desarrollo sano: a) rechazo de los hijos, si los padres están en carrera de consumo, con conductas contradictorias, violentas e incluso pérdidas de las diferencias generacionales con abusos sexuales; b) codependencias permisivas y cómplices, en donde algunos de los familiares oculta información a otros sobre la conducta de alguien, e incluso le facilita la compra de drogas; c) sociedades adictivas entre hermanos o padres, generándose una verdadera debacle del sistema familiar y, por ende y a mayor alcance, de todo proceso de socialización.

Los costos que las drogas traen consigo -en lo que a calidad de vida respecta- son gigantescos. Ya a un nivel macro, la economía de una nación se resiente enormemente: las ausencias laborales, los costos judiciales, médicos, penitenciarios y básicos, la devaluación de la cultura y la educación, entre todos, comparten sus elevados costos.

Acaso debamos preguntarnos: ¿interesan realmente el país o la Nación como construcción ética, en un mundo trasegado por narcos y lobos en franco estado de manía?

 
Sobre Juan Alberto Yaría

Juan Alberto Yaría es Doctor en Psicología, y Director General en GRADIVA, comunidad terapéutica profesional en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Los artículos del autor en El Ojo Digital, compilados en éste link.