NARCOTRAFICO Y ADICCIONES: JUAN A. YARIA

Argentina: microsociedades suicidas

El anestesista, un relacionista público que -carpeta de fotos con elegidas para orgías en mano...

11 de Febrero de 2017

(...) La barbarie de las urbes es el fracaso de la noción de ética en el interior de los seres humanos; no ha llegado allí la cultura.

Edgar Morín (pensador francés | 1921-)

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El anestesista, un relacionista público que -carpeta de fotos con elegidas para orgías en mano- oferta su mercadería humana, el 'dealer', las mujeres como objeto, el boliche como la nueva 'catedral y vidriera'...; todo forma parte de una microsociedad homicida y fría que genera novedosos 'campos de concentración', en cuyo seno van quedando multitud de sujetos portadores de sistemas de extorsión (videos, fotografías, conversaciones de WhatsApp. Se asiste a un sistema de miedos que permite la entrega dócil de aquel que está en el campo de concentración, ya sin salida posible. La extorsión se transforma en un eficiente domesticador.

En la semana en curso, se desgrana el rol de una red de explotadores que recurren a las drogas como elíxires de lo antihumano. Es mi propósito profundizar sobre esta cuestión, esto es, una polémica sobre el 'hombre masa' o suicida en cómodas cuotas que vemos en las salas de hospitales con múltiples 'stent' cardíacos, hígados alterados, apatías depresivas, sobredosis reiteradas, accidentes que a menudo lindan con la tragedia. En definitiva, de lo que se trata es de mirar al rostro del drama del suicidio lento, allí donde la droga es el ejecutor privilegiado de un sujeto obnubilado, que ha perdido la conciencia de sí y queda preso del autoengañ -jamás tomando conciencia acerca de sus pérdidas progresivas.

Surge allí, entonces, el rol del explotador con sus múltiples caras, y la cantidad de explotados que transitan serenamente hacia el cadalso -algunos incluso lo hacen con alegría. Nos referimos a quienes, dentro de un 'campo de concentración' imaginario postmoderno (el cual no es factible abandonar) de la sociedad, proceden a constituír microsociedades suicidas. Domesticadas y con sus funciones superiores incapacitadas a raíz del uso de sustancias -y en cuya psiquis manda el imperio del impulso por sobre el del pensamiento- están para cualquier cosa. O, como suele decirse en la calle, 'para el cachetazo'.

Disco, lucesNuestra tarea diaria consiste en asistir a jóvenes y sus seres queridos; los primeros asumen sus padecimientos como una 'cruz', plagados de culpas y fracasos reiterados que soportan y portan sobre sus hombros durante años. De igual manera, podemos referirnos a mujeres con cargas de familia que apenas pueden sostener y que comienzan a quedar a la vera del abandono. Esta serie de padecimientos deviene ya en un carácter masivo: inunda manzanas, barrios enteros. En tales ámbitos, las drogas, el alcohol o las pastillas son el instrumento de la fuga elegida o vivida como necesaria.

Naturalmente, entre las sustancias abusadas se listan el alcohol y las pastillas; se pasa también por una miríada de narcóticos, depresores, estimulantes, alucinógenos. Lo cierto es que todo vale, con tal de ejercitar el lugar egregio y único posible para millones: la fuga, la huída. Tal es el papel que exhiben hoy las drogas en nuestra instancia como sociedad. Desde luego, los distribuidores de sustancias ofician de 'sobornadores'; aquéllos, merced a sus múltiples puestos de venta, proceden a quedarse con pedazos del muerto por venir (llámese dinero, autos, propiedades, etc.).

Así las cosas, el 'dealer' no solo se queda con dinero, sino con sobras de lo valioso que le queda a una persona: desde un bello jarrón que, otrora apreciado recuerdo familiar, termina sus días en algún anticuario de la calle Libertad, por vía de un vil remate. O -cuándo no-, un vehículo, entregado en pleno éxtasis del consumo y que, a posteriori, sobrevenido el arrepentimiento que acompaña a la 'resaca', se lamenta durante años.

Este es el mecanismo que da lugar a la formación de microsociedades suicidas. En este contexto, la infancia cobra forma de espectáculo que avecina la tragedia, allí donde la calle manda y la mesa familiar brilla por su ausencia. La palabra orientadora también escasea -o bien jamás estuvo presente-, desde el niño que desconoce la identidad de su padre, hasta aquél que lo busca en el boliche del barrio. De esta manera, el gusto a la vida se resiente, y emergen el resentimiento y la venganza contra uno mismo o contra terceros. Poco después, las drogas se presentan como 'pócima' bendita y a la vez maldita; en el futuro, las sustancias harán el resto. Se extinguirán las luces del cerebro, y el camino se allanará hacia el suicidio en cuotas. El automatismo cerebral de conducta estereotipada toma el control, y aquello que heredamos genéticamente de Homo sapiens sapiens (esto es, las estructuras superiores frontales) van a parar a un sótano, como algo nunca nutrido y jamás estimulado.

Así emerge el 'hombre masa y suicida', cuyo funcionamiento se resume en grupos que se automutilan en cuotas. Una vez domesticada la persona, y ya sin funciones cerebrales superiores en funcionamiento, queda a tiro de cualquier formato de 'amaestramiento': así, por ejemplo, el barrabrava actuará ante el liderazgo del líder de la manada y contará con más droga, mientras grita en su sordo sonido paranoico contra un rival a matar -o será en una esquina planeando un robo, o en un boliche imaginado y planeando una orgía con un relacionista público que oficia de manager de mujeres-objeto; y así, sucesivamente.

Se apagan las luces del sujeto, y comienza a funcionar el 'lobo' de la manada. Un niño de once años de edad le arroja piedras a un agente de policía, desde el Club Albariños -uno no puede dejar de experimentar una profunda sensación de pena, al verlo en la pantalla. La pena es por su futuro, y por el nuestra comunidad. El policía es el representante de una Ley que nos cobija a todos; provisto que lo que la policía simboliza se sitúa bastante más allá de éste o aquel policía corrupto. La confusión es resultado de una acentuada perversidad. ¿Cuantos chicos habrá así en nuestra sociedad y qué destino nos deparará esta situación? Por momentos, pareciera ser que fuera la noción misma de Ley la que está en juego, en cada uno de nosotros. Detrás de esta furia homicida de un 'pibe' fogoneado -casi seguramente por un adulto-, se oculta, acaso, nuestra vocación suicida. El repudio a la Ley y la confusión de ésta con cualquier representante (sea malo o bueno) nos arroja impiadosamente al precipicio del desborde y a la ceguera de los impulsos. De allí a la autodestrucción, solo hay un paso.


Cambalache

Ortega y Gasset, filósofo español, tras residir en la República Argentina durante varios años, llegó a conocernos profundamente. En sus escritos, se percibe sufrimiento en relación a nuestras posibilidades para desarrollarnos y, al mismo tiempo, frente a nuestras capacidades que como colectivo social tenemos para suicidarnos. En 'Meditación del Pueblo Joven' (conferencia dictada en la ciudad de La Plata en 1939), llegó a afirmar: 'Yo no conozco ningún otro país donde los resortes radicales y decisivos sean mas poderosos'. Para afirmar, poco después: 'Se llega a hacer del argentino un símbolo de la humanidad deficiente'. Llegó a comparar a la Argentina con una suerte de Tierra Prometida pero, en simultáneo, portadora de signos de una incipiente africanización. Conviven, en nosotros, lo sublime y lo monstruoso; Caín y Abel. Discépolo sufrió melancólicamente esta derrota cotidiana. Su obra Cambalache parece ser su testamento y, a la vez, un fiel testimonio de sus vivencias. Por demás, nuestro destino parece exhibir un carácter cíclico, como Sísifo, aquel célebre personaje de la mitología, cuyo destino era subir una pesada roca a la cumbre de una montaña. La piedra luego se cae, y Sísifo habrá de volver a levantarla. Y en eso se resume su existencia: en subir y bajar, en medio de un monumentalesfuerzo. Resumen perfecto, si se quiere, de nuestra mortífera compulsión -a nivel individual, comunitario o societario. Se repite, sin interrupciones, lo insensato. Se reitera todo, sin jamás aprender de la experiencia.


Para aprender, resulta necesario aceptar cierta legalidad. Hay otros; no soy el 'ombligo' del mundo -por ejemplo. La ceguera ante la Ley nos somete a la omnipotencia del 'cascotazo' y a la soledad del ganado vacuno, que no tiene otro sino que aguardar por quien lo venga a arriar. En la carencia de la Ley, jamás llegamos a transformamos en personas. Nuestro destino se reduce a ser la presa de algún Amo que nos domine y someta. Sin Ley, cualquier formato de autonomía es imposible.

Platón definió al entorno legal con admirable sencillez; dijo de aquél que es '(...) un camino para crecer'.  Sin ello, no existe crecimiento subjetivo; no ampliamos nuestro espacio interior. Nuestro mundo termina siempre dirigido hacia un afuera que nos colma o nos frustra. Si nos frustra, sólo el 'vómito' es lo posible. Reflejo instintivo que cobra forma de golpe, cascotazo, insulto, y/o prepotencia. En este esquema, no existe espacio para el Otro, ni para los Otros. Por lo tanto, no hay escucha. Sin escucha, nuestro yo animal está ahí, a la vuelta de la esquina. Escucha, Ley y Etica -en el sentido expuesto líneas arriba, por Edgar Morin- van de la mano.


Promoción de lo antihumano

Esta a-legalidad, promovida por adultos con cegueras simbólicas hacia la noción de autoridad, de la existencia y realidad del otro, y de la organización como eje y recurso para desarrollarnos, fomenta un número enorme de figuras antisociales -también, de organizaciones criminales. La condición marginal es, antes bien, una reivindicación vengativa, al servicio de un mayor hundimiento en los arrabales de la autodestrucción de la droga, del alcoholismo y del delito, antes que un juego de superación a través de la cultura del esfuerzo. La enseñanza social del odio supera a la enseñanza de la emulación.

Fundamentalmente, esa condición de odio se instrumenta sobre uno mismo. Surgen, de esa manera, suicidios masivos, o microsociedades suicidas. En los sectores que retraté al inicio del presente trabajo -con niños utilizados como 'armas de ocupación'- la existencia vida, es breve. La muerte adolescente es moneda común. Las balaceras, las golpizas, las sobredosis, los accidentes por conductas riesgosas, hacen que la tasa de mortalidad escale exponencialmente en tales espectros. Desde luego, el conjunto de esos eventos se ve acompañado de una creciente desfamiliarización, de fallas en la escolarización, y de crecimiento en la calle como antiescuela.

Se desarrolla, finalmente, lo antihumano. Tiene lugar una suerte de graduación en la cultura de la muerte.


 

Sobre Juan Alberto Yaría

Juan Alberto Yaría es Doctor en Psicología, y Director General en GRADIVA, comunidad terapéutica profesional en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Los artículos del autor en El Ojo Digital, compilados en éste link.