México, el 'salpicado'
El uso del puesto público para enriquecerse fue una constante durante el siglo XX en México.
El uso del puesto público para enriquecerse fue una constante durante el siglo XX en México. Lo que hoy llamamos corrupción, tráfico de influencias o conflicto de intereses era lo normal. Conocí a patrulleros de caminos que lograron acumular pequeñas fortunas. Uno de ellos construyó su casa en el Distrito Federal con todo y frontón. También supe de algún tesorero estatal que logró enriquecer a toda una generación. No sé si algún gobernador, de los que duraron seis años en el cargo, ha necesitado trabajar después. O si sus descendientes tienen que hacerlo.
Los presidentes tampoco tuvieron muchos problemas financieros, me parece. Obregón financió su emporio de garbanzo con recursos de la nación, y algo similar lograron sus cercanos colaboradores Aarón Sáenz y Plutarco Elías Calles, con el azúcar. Las fortunas de estos llegan hasta el día de hoy, varias generaciones después. El primero en perder toda vergüenza fue Abelardo Rodríguez, constructor del hipódromo de Agua Caliente y patrocinador de la época de oro del cine mexicano. Y de la televisión, Miguel Alemán, cuya familia hoy se dedica a las líneas aéreas. En el gobierno de este presidente empezó la vocación inmobiliaria: Ciudad Satélite, el Pedregal de San Ángel, Acapulco. Años después, con Echeverría, fueron Cuernavaca y Cancún. Tal vez el epítome de esa cultura haya sido el profesor Carlos Hank, cuyos descendientes controlan hoy Banorte, entre otras cosas.
Durante el siglo XX, México vivió bajo un capitalismo de compadrazgo, en el que los políticos y sus amigos concentraron prácticamente todas las grandes oportunidades de negocio, bloqueando la competencia interna y externa, incluso sumándose al invento llamado “industrialización vía sustitución de importaciones”, que no fue otra cosa que la cobertura de la ineficiencia propia de ese esquema económico. Por eso, México es hoy un país profundamente desigual y, por eso, la corrupción aquí supera a buena parte de América Latina.
Pero ese sistema funcionó repartiendo: que robe pero que salpique, decían. Y así se hizo, a través de una estructura clientelar, que se consolidó en un sistema corporativo sumamente exitoso, que fue acabando con el país.
Durante todos esos años, las riquezas de los políticos y sus amigos no se discutían en público, ni mucho menos en los medios de comunicación. Hoy mismo, es raro que en una entidad se publique algo acerca del patrimonio de gobernadores o funcionarios.
Pero México sí ha cambiado, y ni el presidente ni sus secretarios pueden esconderse tan fácil. Sí lo logran legisladores y miembros del Poder Judicial, rectores de universidades, líderes sindicales, y muchos otros, que no reciben la atención que merecen. Y es que ese sistema del salpicado ha creado una red de complicidad muy grande. Desmerece entonces la denuncia, porque al no ser general, parece instrumento político.
El momento nos favorece. Hay que forzar una legislación anticorrupción de verdad: contra todos y sin destinatario, y hay que exigir un nombramiento fuera de toda duda en la Fiscalía especializada en materia de combate a la corrupción que acaba de crearse.
Es momento de forzar al poder político a aceptar la creación de un verdadero Estado de derecho. Pero eso exige acabar también con el salpicado. ¿Sí le vamos a entrar?
Se desempeña como Profesor de la División de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en Ciudad de México. Es colaborador editorial y financiero del matutino El Universal. Publica periódicamente en el sitio web del think tank estadounidense The Cato Institute, en español.