SOCIEDAD | OPINION: ALBERTO MEDINA MENDEZ

El rechazo sistemático de lo evidente

El debate político siempre es apasionado. Cada uno defiende las ideas en las que cree, e intenta construir argumentos que puedan contribuir...

01 de May de 2014
El debate político siempre es apasionado. Cada uno defiende las ideas en las que cree, e intenta construir argumentos que puedan contribuir a mantener la supremacía de una visión por sobre otra.
 
No está mal que cada persona decida creer en lo que considera óptimo y utilice justificaciones diferentes, aspectos distintos, ángulos originales para, de algún modo, sostener los pilares de sus convicciones.
 
Lo que no resulta razonable es refutar la realidad con falacias, recurriendo a los ataques personales o cualquier otro recurso dialéctico que posibilite eludir las cuestiones de fondo.
 
Los países que progresan, los que avanzan, los que se han desarrollado -inclusive pese a las adversidades circunstanciales-; los que han generado un crecimiento de los ingresos de sus ciudadanos, aquellos que también mejoraron su calidad de vida con mas educación y salud, tienen, en realidad, una nómina de políticas que les son propias. Existe una matriz común entre las naciones que logran eficientes resultados. Eso no forma parte del folklore de la acalorada discusión de amigos, o del intercambio de ideas entre intelectuales o de los sobreactuados discursos que recitan los dirigentes políticos.
 
El mundo es como es, y no como sería deseable. Sus reglas de funcionamiento están a la vista. Se puede decidir comprenderlas o ignorarlas. Ello no implica que haya que resignarse o bajar las banderas de modo definitivo. Si se pretende cambiar la realidad, habrá que trabajar duro para ello, pero lo que no parece sensato es negar lo indiscutible, aquello que surge sin filtros, lo que no tiene forma de refutarse con seriedad porque los hechos están a la mano para quien quiera verlo.
 
El lote de sociedades exitosas, que han progresado con sustentabilidad y ya no como producto de la suerte, la casualidad o un escenario formidable exhiben un denominador común, y éste consiste en políticas permanentes, férreas convicciones -que no son parte del debate cotidiano.
 
Esas naciones ofrecen seguridad jurídica a los capitales; se trata de economías abiertas que no proponen normas hostiles a los inversores que se propongan ingresar al país para aprovechar las potenciales que ofrece. Tampoco plantean excesivas barreras al intercambio comercial con otras naciones. Se trata de comerciar -de hacerlo con todos-. y debito a ello ofrecen tratados de libre comercio a quien quiera firmarlos. Han hecho un culto de la integración y se han esforzado en esa dirección. Saben que para exportar es necesario importar; comprenden la dinámica del comercio internacional y, así, apuestan al incremento de los niveles del intercambio, sin temer a los desbalances circunstanciales que tanto asustan a ciertas porciones de la dirigencia.
 
En estos sitios, se respeta a rajatabla el derecho a la propiedad privada y se confía en la potencia creadora de la iniciativa de los individuos. Ellos ya aprendieron que el Estado no produce riqueza y que es el sector privado el motor de aquélla; es por eso que insisten en incentivar a ese sector de la sociedad que puede, efectivamente, cambiar el curso de los acontecimientos.
 
En tales países no existen impuestos confiscatorios ni abruptas modificaciones en materia tributaria. Un Estado obeso, costoso y poco ágil no puede garantizar resultados y ser el aliado necesario para crecer. Es por ello que no privilegian el gasto estatal como dinamizador de la economía.
 
Las regulaciones son escasas en estas sociedades, puesto que se esfuerzan para estimular a los interesados en invertir. Han comprendido que las restricciones y las normas burocráticas solo entorpecen el flujo creativo, obstaculizando el vital proceso de generación de riqueza.
 
Nos referimos a naciones amigables con los que traen dinero y con los que apuestan por el país. No se muestran a la defensiva, ni presuponen que los que vienen se presentan como enemigos, sino que los consideran aliados para el crecimiento y el combate contra la pobreza. Confían en la cooperación como base para el desarrollo. Son naciones con una autoestima elevada. No se colocan en la patética posición de las víctimas de la opresión, ni como el blanco de una confabulación internacional. Al mismo tiempo, saben que, mientras otras sociedades debaten trivialidades y ven fantasmas por doquier, ellos ya han demostrado como se hace para progresar.
 
En estos países las instituciones son fuertes y estables. Sus sistemas políticos pueden ser diversos, pero no concentran las decisiones en pocas manos y se garantizan las libertades individuales elementales, sobre todo las que tienen que ver con la libre expresión y el control ciudadano sobre el poder. La corrupción es parte del paisaje pero está acotada a casos aislados, sin la dimensión y el desparpajo que se conoce en otras latitudes.
 
En definitiva, de lo que se trata es de países con reglas de juego razonables, que invitan a participar, que generan mayores certezas en un planeta naturalmente plagado de incertidumbre. No han descubierto la pólvora; solo han comprendido como funciona la economía y las maneras para sacar provecho de las oportunidades. Lo que ofrecen es un escenario bastante predecible, y nada más que eso.
 
No es que esas naciones carezcan de problemas. El mundo perfecto no existe, dado que los seres humanos son una especie esencialmente imperfecta. No se trata de encontrar el paraíso en la tierra, sino de reconocer con humildad e inteligencia de que existen sociedades que están mejor que otras, que tienen problemas pero se trata de asuntos que ya no tienen que ver con lo vital sino con cuestiones de un nivel de complejidad diferente.
 
Del otro lado del mostrador, se encuentran los dictadores, los regímenes represivos que anulan la creatividad humana, que desprecian a las personas priorizando los derechos colectivos por sobre los individuales. Esos sistemas ya demostraron lo que pueden lograr: el resultado son sociedades oprimidas, sin libertades y patéticos resultados económicos siempre justificados sobre la leyenda de la conspiración internacional; sin reconocer que fracasaron porque sus ideas no encajan en una sociedad civilizada.
 
Se puede ser principista a la hora del debate; es posible entender que se tengan creencias y raíces ideológicas muy arraigadas, lo que es difícil de comprender es la actitud de los que comportan esta sospechosa tendencia al sistemático rechazo de lo evidente.

 
 
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