POLITICA: PABLO PORTALUPPI

Somos lo que votamos

Mucho se ha hablado, en estos últimos años, sobre la fragmentación social, los odios y el enfrentamiento casi irreconciliable entre artistas e intelectuales...

14 de Marzo de 2014
Mucho se ha hablado, en estos últimos años, sobre la fragmentación social, los odios y el enfrentamiento casi irreconciliable entre artistas e intelectuales; entre aquellos que adhieren a la causa K y los que no. 'La grieta', al decir de Jorge Lanata. Pero poco se ha indagado al respecto. Abusamos de la comparación entre el proceso K y los ejemplos de Michelle Bachelet en Chile, Dilma Rouseff en Brasil, José 'Pepe' Mugica en Uruguay... y hasta con la Bolivia de Evo Morales. Y antes de los nombrados, por qué no incluir en esa lista José Inazio Lula Da Silva, Tabaré Vázquez, o Santos, en Brasil, Uruguay, y Colombia respectivamente. Seguramente, más de una vez nos hemos preguntado por que nosotros tenemos un Kirchner y ellos a los ya citados presidentes y expresidentes. La respuesta tal vez sea más sencilla de lo que creemos.
 
Los Kirchner arribaron al poder producto de una carambola electoral, de la gran crisis de principios de siglo, y de la fuerte demanda social sobre la autoridad presidencial, luego del estrepitoso fracaso de la Alianza, sobre el cual también nosotros -como sociedad- nos cabe responsabilidad. En un país eminentemente presidencialista como el nuestro, con una extendida historia de inestabilidades políticas y económicas, necesitamos que un jefe de Estado que nos rete, nos muestre el camino a tomar y nos lleve de las narices. Néstor Kirchner fue unos de los tantos caudillos provinciales que manejaban sus comarcas como una estancia, donde él y su familia son los patrones: aquellos que se atreven a contradecirlos, son desterrados y mandados al 'freezer'. La prensa es toda oficialista, como también lo es la justicia. Se trata de provincias plagadas de empleados públicos, es decir, empleados 'directos' del 'patrón-gobernador'. Sobran ejemplos: los Rodríguez Saá en San Luis, los Sapag en Neuquén, Insfrán en Formosa, Gioja en San Juan, los Zamora en Santiago del Estero (antes, los Juárez), Alperovich en Tucumán, etc. Se afirma que, en la Argentina, la única forma de que lo respeten a uno es ésta, porque aquí no es Suiza. Brasil, Chile y Colombia tampoco lo son. Y no es casual que todos los nombrados, a excepción de Sapaag, son peronistas. Y estos ejemplos se extienden a los intendentes del conurbano, aquellos 'minigobernadores', como lo pondría Jorge Asís.
 
Lula, Bachelet y compañía seguramente tendrán sus defectos y sus países no seran el lecho de rosas que muchos pintan desde esta latitud pero, indudablemente, sus ejemplos y gestiones pueden ser caracterizados como claramente superiores frente al caso argentino. Desde que se fue el fallecido dictador Augusto Pinochet del poder en Chile, gran parte de esos años fueron gobernados por una amplia alianza de centroizquierda. En nuestro país, un ejemplo similar duró por apenas dos años (en rigor, uno solo -cuando Carlos Chacho Alvarez renunció a la Vicepresidencia de la Nación). Colombia fue azotada por la violencia de los cárteles de la droga, en especial el de Medellín -y el protagonismo Pablo Escobar; hoy, esa nación ha superado el PBI de la Argentina y el accionar de las organizaciones de tráfico de narcóticos ha sido reducido notablemente; aquí, el narco avanza peligrosamente, y cada vez más. Bolivia y Uruguay colocan deuda con un interés tres veces menor al que nosotros pagamos por la expropiación de Repsol. Y Brasil, cuyas exportaciones eran inferiores en volumen años atrás -y en comparación a las argentinas- tiene hoy para exhibirse dentro de una de las diez más grandes del planeta. Dejemos de lado por un instante los nombres propios: ¿es esto producto de la casualidad y la mala suerte?
 
Acaso podría decirse que Kirchner fue la síntesis perfecta del 'ser argentino', como antes lo fuera Carlos Menem: simpáticos, 'caraduras', pícaros, negociadores, 'bicicleteros'. Detrás de esas máscaras, se ocultaban seres descaradamente ambiciosos, hombres cuyas cuentas bancarias rebalsaban de millones de dólares -confeccionado negocios ilícitos con nuestro dinero, esto es, el del Estado Nacional. No exhibían prurito a la hora de sentarse a la mesa con Dios o con el Diablo. Quizás haya llegado la hora de mirarnos al espejo y asumir que ellos representaban lo que la mayoría de nosotros quiere ser.

El problema es que, cuando caen las máscaras y descubrimos la verdad, nos indignamos e insultamos en alguna cola de banco o en una mesa de café, y luego, en la siguiente elección presidencial, inventamos algo peor de lo anterior. Cristina, que siempre pretendió mirarse en el espejo de Alemania (tal vez hubiese sido más realista fijarse en Australia o Canada), terminó aplaudiendo su propio reflejo en el espejo deformado de Venezuela. Siempre soñó ser una perseguida política o haber vivido alguna tragedia personal, como el uruguayo Mujica, quien estuviera preso durante la dictadura uruguaya; o Bachelet, a cuyo padre ultimó la dictadura de Pinochet; o Rousseff, quien militara en la guerrilla brasileña. Pero nuestra Cristina, no. Solo se trató de una 'nena bien' que huyó al sur con su ahora difunto marido, para hacer plata con su estudio jurídico, ejecutando las hipotecas de aquellos que no podían pagarla -remítase el lector a la circular 1050, diseñada por el entonces Ministro de Economia de Jorge Rafael Videla, José Alfredo Martínez de Hoz. La tragedia de Cristina Fernández remite allí: al no haber sido lo que hoy hubiera deseado ser. Y no existe peor nostalgia que añorar aquello que jamás sucedió.
 
En ocasiones, la opinión pública argentina se ilusiona cuando algún caudillo de cuarta -en lenguaje suburbano- aterriza en la Jefatura de Gabinete; se sonríen los argentinos cuando un individuo sin ninguna cualidad destacable venido a Vicepresidente toca la guitarra y pasea en moto, o cuando un gobernador o un intendente de un country -incapaces de hilvanar dos frases seguidas- pueden ser presidentes en poco tiempo porque portan cara de buenos. Celebramos cuando un presidente reta en público a un colega -que resulta ser el líder de la mayor potencia del mundo- o cuando una jefe de Estado con aires de estrella de cine expropia una compañía española y creemos que eso no tiene consecuencias económicas que todos vamos a pagar. Largo etcétera. 
 
A fin de cuentas, ¿para qué seguir hundiendo el cuchillo en la herida? Total, en menos de tres meses comienza el Mundial de Fútbol: nos olvidaremos de todo durante el tiempo que dure nuestro seleccionado en la competencia. Las publicidades de rigor volverán a intoxicar con un falso y espurio nacionalismo; otros continuarán aplaudiendo más barbaridades declarativas de Maradona -de quien se ha dicho es la síntesis perfecta de lo que somos. Pero, si al equipo le va mal, le caeremos con todo encima del director técnico y sus jugadores. Porque de eso vivimos: de desear el fracaso como un modo de vida, como una excusa perfecta para jamás hacernos cargo de nada.
 
Regresaremos a la política y a la economía, que seguramente será olvidada durante ese mes futbolero, para notificarnos del fracaso, el que verdaderamente importa. Lo gozaremos, declarando que lo sufrimos. Mientras insultamos al aire porque no podemos circular por algún piquete, o cuando la policía se autoacuartela, o porque el dólar Blue se va a las nubes, o por qué cada vez resulta más caro vivir, nos preguntaremos -apelando a la mala suerte-: ¿Por qué no podemos tener a alguien como Lula o Bachelet? O, mas bien -y dejando al factor suerte de lado- replantearnos la cuestión, como debe ser: ¿por qué no podemos tener un presidente en serio?
 
 
Sobre Pablo Portaluppi

Es Analista en Medios de Comunicación Social y Licenciado en Periodismo. Columnista político en El Ojo Digital, reside en la ciudad de Mar del Plata (Provincia de Buenos Aires, Argentina). Su correo electrónico: pabloportaluppi01@gmail.com. Todos los artículos del autor, agrupados en éste link.