INTERNACIONALES: MATIAS E. RUIZ

Fascismo: corte y confección

"Creo en una dictadura benévola, siempre y cuando el dictador sea yo" (Sir Richard Branson, empresario británico)

16 de Septiembre de 2013

Nunca se prestan -los dictadores- al análisis laxo. Sin embargo, es lícito confeccionar observaciones, a criterio de descubrir los rasgos Twitter, Matías E. Ruizcomunes a algunos de los procesos autoritarios que la historia de la Humanidad ha sabido compartir. Baste apuntar que esta categorización de subsistemas -en tanto pensados adecuadamente o, si se quiere, dotados de una significación estratégica- ha orientado su agenda conforme las señas particulares de la sociedad que intentaron corromper. En tanto la medida del éxito acompañaba a esos postulados, las experiencias computadas en cada nación incluso terminaron exhibiendo carácter de "exportables".

A la postre, el común denominador en estos regímenes se reduce -a grandes rasgos- a un conjunto específico de variables: la substanciación de una utopía (o "revolución popular"), la cooptación de la actividad económica nacional, una sólida dependencia en el espionaje, la neutralización (por lo general, violenta) del disenso, y la construcción de una férrea nomenklatura (ideológicamente adherida a los objetivos oficiales y a la perpetuación de la dinastía en control).

Así, pues, durante el extendido mandato de Nicolae Ceaușescu (http://www.elojodigital.com/contenido/11391-senor-presidente-hay-una-revolucion-aqui-afuera-usted-esta-solo-buena-suerte) en Rumanía (entre 1965 y 1989), el país se plegó sin mayor oposición a las conceptuaciones utópicas del líder. Tras las visitas de estado realizadas por el primer mandatario a Vietnam del Norte, Norcorea y la República Popular China a comienzos de los años setenta, decidióse a implementar una gigantesca transformación nacional, tomando prestados capítulos del ideologismo Juche escenificado por Pyongyang en torno del "presidente eterno" Kim Il Sung, de la Revolución Cultural maoísta que diera inicio en 1966, y del ideario reformista hecho carne en la identidad de Ho Chi Minh, héroe y alma mater del Viet Nam moderno. En resumidas cuentas, Ceaușescu sumió a Rumanía en un experimento tan inabarcable como vasto de reformas agrarias, un envolvente y enfermizo culto a la personalidad (como sucediera en los modelos que le dieron letra), y una represión política con alcance transnacional. Siempre de la mano del formidable aparato de espionaje/contraespionaje de la entonces temible Securitate, hilada con infaltable asistencia de la antigua KGB soviética, desde el programa SMERSH que acuñara en su oportunidad Josef Stalin. Al margen del proyecto fallido de Nicolae -cuyo espíritu reformista solo condujo a la muerte de millones de conciudadanos a consecuencia de la hambruna-, el sustento teórico-práctico de la Securitate se convirtió en un case studio. Este sería importado en Cuba por pedido expreso de Raúl y Fidel Castro Ruz, y los hermanos, a su vez, lo replicarían -modificaciones mediante, aunque sin abandonar el management- en una miríada de países en América Central, América del Sur y el Caribe. Mucho antes de concretarse su cadalso, Ceaușescu se aferró a su servicio de información para canalizar las ganancias malhabidas de su pecunio, recurriendo a metologías inéditas de lavado de activos y una aceitada ingeniería financiera que también involucró utilidades surgidas de la comercialización de estupefacientes a gran escala. Los detalles de la operatoria serían hechos públicos después de 1978, instante en que se produjo la defección a occidente del número uno del espionaje rumano, Ion Mihai Pacepa, general de dos estrellas a cargo del aparato. La Securitate rumana no solo cumplía con sus objetivos de recolección de información y represión política, sino que también -por orden directa del presidente- se sumergió de lleno en actividades de espionaje económico: Ceaușescu consideraba que el país debía convertirse en una potencia industrial sin paralelo en la vetusta Europa del Este.

La ex República Democrática Alemana, por su parte, remite -en mucho- al modelo rumano y al desplome que supo hacerse patente en modelos probadamente incapaces de nutrirse de una sólida fuerza laboral. Luego de cosechar una relativa independencia de Moscú en los albores de 1949, la RDA redujo su programa nacional a una dependencia absoluta de su sociedad frente al Estado: las dudas o la adhesión a medias a los postulados del partido comunista local terminaban por excluir al ciudadano de la universidad, privándolo de la formación necesaria y, por ende, de acceder a los sectores productivos de la actividad económica (caso de la pujante industria electrónica). En tanto la consecución de un estilo de vida superior solo era alcanzable para la dirigencia media y alta del partido, el régimen se vio forzado a importar mano de obra barata de países del bloque (Cuba, Polonia, Hungría, Mozambique, Viet Nam del Norte), a criterio de poner fin a la hemorragia de individuos técnicamente preparados -que emigraban al paraíso de la vecina República Federal Alemana. El subsistema en control de Berlín Oriental basó su supervivencia en una estrategia de mera contención que, aunque efectiva, no pudo evitar la caída del Muro ni la posterior disolución del país, poco tiempo después. Las acciones de represión y contraespionaje fueron monopolizadas por el Ministerium für Staatssicherheit -su acrónimo, STASI), órgano de inteligencia ejemplar en empleo de la violencia y cantidad de personal: en 1990, se estimó su número de agentes activos en más de ochenta mil, aunque, años después, datos extraoficiales cifraban ese número en más de ciento veinte mil individuos. Como en su momento sucedió en Rumanía -y, al día de la fecha, en Cuba-, el Estado era el exclusivo garante de puestos de trabajo y se otorgaban incentivos a cualquier persona dispuesta a delatar a miembros de la propia familia que expresaran disenso de cara al subsistema. Copia fiel del aparato represivo de la ex RDA lo tiene, también hoy, Norcorea. Con la diferencia de que un núcleo familiar completo es plausible de ser destinado a campos de trabajo forzoso a perpetuidad, ni bien los agentes de Pyongyang corroboran críticas de parte de solo uno de los miembros del grupo. La medida, aunque draconiana, le sienta bien a un régimen que se encuentra obligado a racionar los escasos alimentos disponibles para los 24 millones de habitantes del país.

Décadas más tarde -y con la Guerra Fría y la amenaza roja en el baúl de los recuerdos-, las dictaduras de la contemporaneidad han decidido reinventarse desde la objetivación plutocrática de sus líderes y la implementación en simultáneo de construcciones doctrinarias de rationale populista. Alcanzando el poder desde una prefiguración supuestamente democrática, apalancan su legitimidad en la autoreivindicación de la llegada "a través del voto". Poco tiempo después, subvierten los mecanismos constitucionales para avituallar la propia permanencia.

Sin importar se asista al pretendido intento de Mohamed Morsi por reformar la carta magna de Egipto con el fin de perpetuarse, o de la despedida de Muammar al-Gaddafi del poder en Libia por la vía de la aniquilación con prejuicio extremo de ciudadanos comunes a manos de francotiradores, el rasgo común a las autocracias actuales conduce, necesariamente, al reposo del liderazgo en el aparato estatal para concentrar participación sobre el PBI total del país y al aplacamiento de la calidad de vida de la sociedad, para que ésta no encuentre otro camino que depender del subsidio y el favor político para sobrevivir. Tal como sucede en los totalitarismos más o menos exóticos, la regla parece consistir en la disminución gradual pero programada del coeficiente intelectual promedio; la ignorancia suele convertirse en el socio ideal del autócrata.
 

 

Matías E. Ruiz