Chile: ¿es lo políticamente correcto lo más conveniente para el progreso?
Las primarias pusieron en marcha la campaña electoral en Chile. Su principal desafío es centrar la agenda para lograr el mayor beneficio para la población, y eso conlleva el debate sobre cómo seguir creciendo.
Hernan Büchi fue Ministro de Hacienda de Chile.
Las primarias pusieron en marcha la campaña electoral en Chile. Su principal desafío es centrar la agenda para lograr el mayor beneficio para la población, y eso conlleva el debate sobre cómo seguir creciendo.
A partir de los noventa, el país creció basado en aumentos de productividad y, aunque ese dinamismo se ha perdido, un incremento en el precio del cobre permitió que la población continuara beneficiándose.
Pero la productividad no ha vuelto a aumentar y las condiciones externas -en el mejor de los casos- se mantendrán. Es vital corregir el rumbo. No hacerlo será duro para un país que se acostumbró a subir expectativas.
Desafortunadamente, la agenda hoy no enfrenta el problema, y muchas veces lo empeora. Es entendible: los planteamientos útiles en una campaña suelen no ser realistas.
Pero esta vez, grupos organizados de izquierda, con violencia y fuera de las reglas de convivencia que nos hemos obsequiado, han impuesto sus temas presentados —como siempre— en forma de falsas utopías de justicia e igualdad, sin hablar de los fracasos y costos que estos experimentos han generado.
Así, han contribuido a que se pierda el sentido común que, luego de tantas políticas fracasadas, formaba parte del consenso de nuestros líderes. Es peligroso, pues si bien las promesas de campaña muchas veces no se cumplen, es difícil ignorarlas si se han constituído en un potente foco de discusión.
La lista de temas impuestos como políticamente correctos es inconveniente para el progreso. Son pocos quienes la desmitifican o que levantan otra, y el gobierno no lo ha logrado. Los temas son varios, pero quiero destacar los de principales consecuencias negativas para seguir creciendo. Muchos países han pasado del tercer al segundo mundo, pero muy pocos han logrado escalar al primero, y ése es un desafío pendiente.
El primer tema es la idea del incremento en la desigualdad. En nombre de la igualdad se han cometido, aquí y en otras latitudes, grandes desatinos. Las consecuencias han sido pobreza, violencia y autoritarismo.
Habíamos aprendido que el crecimiento, mayor cobertura educacional y programas focalizados eran la única forma de avanzar. Si repasáramos las metas de cuarenta años atrás en el tope de la lista, estarían mayor igualdad en mortalidad infantil, en expectativas de vida, en acceso a educación y salud, en servicios básicos, vivienda, vestimenta y acceso al mundo. Los avances han sido espectaculares, y sólo se detendrán si seguimos recetas de aumentar impuestos, culpar a las empresas y destruir la educación privada.
La mayoría de las propuestas tributarias no analizan si el gasto público es eficiente, especialmente de cara a los grandes aumentos ya dados en Educación y Salud. Olvidan que, mientras mayor es el índice de crecimiento del país, mayor es la recaudación. Ni siquiera analizan sus efectos en inversión y empleo. En general, castigan a las empresas, olvidando que los que pagan son siempre los ciudadanos, sufriendo además sus posibilidades laborales y de mayor remuneración.
Las empresas, como coordinadoras de trabajo y capital, han estado en el corazón del progreso, haciendo accesibles bienes y servicios en forma masiva antes impensados. Es lógico que en servicios nuevos, muchos de largo plazo, haya diferencias especialmente sobre cómo se implementan cambios y se llegue a los tribunales. Lo que no es razonable es decir que todo es abuso de las empresas. La verdadera tarea es encontrar soluciones que permitan hacer viables productos masivos, complejos y cambiantes con opciones claras para el consumidor.
Sobre el lucro y la gratuidad en educación, ya nos hemos extendido en anteriores oportunidades.
El sistema previsional es otro eje fundacional. El nuestro ha sido muy exitoso en evitar injusticias pasadas contra los pobres, en ayudar a la estabilidad fiscal y en impulsar el progreso. Los ahorros individuales están resguardados y no hay casos que lamentar, a pesar de las crisis.
Es lógico que en un país más rico, en que se vive más años y donde los salarios han subido fuertemente, las pensiones parezcan bajas. Las soluciones existen si hacemos un diagnóstico correcto. Por ejemplo, la expectativa de vida de la mujer ha subido en 7,5 años pero, hoy, imponen en promedio 15 años y reciben beneficios por casi 29 al jubilarse a los 60. Una Administradora de Fondos de Pensiones (AFP) estatal o la vuelta a las recetas de inicios del siglo pasado no resuelven nada.
Desgraciadamente, la Constitución también está en la mira. Lo más grave de las propuestas de cambio, en particular sobre el sistema político, es que amenazan con ser antisistema. Los países que no resguardan su marco institucional terminan en violencia y autoritarismo; conocemos varios ejemplos vecinos. En general, las constituciones nacen en períodos excepcionales.
Nuestra Constitución no es difícil de modificar comparada con otras. Sus muchos cambios desde 1989 lo demuestran, y su versión actual lleva la firma de Ricardo Lagos. Lo que es inaceptable es que quiera actuarse fuera de sus reglas. En democracia es difícil tener la mayoría para hacer lo que un grupo quiere, y ahí radica la esencia de su estabilidad. El precio de cambiar las normas básicas fuera del sistema es incalculable para los más modestos.