INTERNACIONALES: MATIAS E. RUIZ

Bajo el ardiente sol de Manila: la dictadura conyugal de las Filipinas

"Me llaman corrupta y frívola. Pero no he sido tan privilegiada, y puede que mi único privilegio sea mi rostro. Pero, ¿corrupta? ¡Por Dios! Seguramente, no me vería de esta manera si lo fuera" (Imelda Marcos)

29 de Octubre de 2012

Los malpensados de rigor podrían argüir que la actual República de las Filipinas es apenas uno entre numerosos casos de colonias otrora bajo la égida de la Corona de España que, tras alcanzar la independencia, terminaron convirtiéndose en referencias clásicas para la corrupción estatal, el despilfarro financiero y la acentuación de la brecha entre clases acomodadas y los estratos sociales de bajo poder adquisitivo. Por desgracia, los defensores de la incómoda comparativa entre el legado colonial español y el devuelto por las actuales naciones de la Commonwealth contabilizan sobrados argumentos para Twitter, Matías E. Ruizdefender su posición. Y si, al día de hoy, el gobierno de Madrid no solo debe hacer cabriolas bajo la amenaza de una crisis económica fulminante (cuyos efectos más devastadores aún no se vislumbran) sino que también se ve obligado a lidiar con el resurgimiento de iniciativas independentistas locales, entonces no será necesario retomar eternas explicaciones que ilustren sobre el concepto de causalidad.

A la luz de cualquier análisis, Filipinas resulta ser un case scenario de altísimo valor agregado. Los paralelismos que comparte la historia contemporánea de este país no serán difíciles de rastrear para el lector dedicado al siempre reconfortante pasatiempo de 'conectar los puntos'.

En las postrimerías de la guerra hispanoamericana de 1898, las Islas Filipinas fueron cedidas a los Estados Unidos de América. El colonialismo español transitaba ya una inevitable fase de decadencia, y la posición estratégica del territorio -se comprobaría mucho después- ya era bien tenida en cuenta por el ascendente poderío de Washington. Los ribetes de la complementarización filipino-norteamericana se consolidarían incluso durante la Segunda Guerra Mundial, instancia en que las islas fueran invadidas por el imperio japonés: uniformados estadounidenses y locales repelieron la agresión en conjunto y, para el final del conflicto, Estados Unidos fortaleció su presencia en el archipiélago por la vía del establecimiento de bases militares. La independencia definitiva del país de EE. UU. fue conseguida -compútese la ironía- el 4 de julio de 1946, aunque se celebra la fecha patria el 12 de junio (separación del Reino de España).

La República de las Filipinas cuenta hoy poco más de 92 millones de habitantes para 300 mil kilómetros cuadrados (con una tasa de crecimiento poblacional anual positiva de casi el dos por ciento), y cifras económicas que se prestan a interpretaciones múltiples. Ello, en virtud de que, a pesar de observar un nivel de endeudamiento relativamente bajo respecto de su PBI (60% sobre casi US$ 400 mil millones), sus exportaciones son -con mucha suerte- irrisorias: representaron tan solo US$ 58 mil millones free on board en 2011. Y el país totalizaba, en 2007, apenas US$ 40 mil millones de reservas en su banco central, entre oro y activos financieros. Bautizado socarronamente por algunos analistas de las RR.II. como un pequeño "tercer Imelda... y el ataúd de cristal de Ferdinand Marcosmundo" dentro del marco de 'segundo mundo' coloreado por las naciones de la región, Filipinas depende en gran medida de las remesas financieras que ingresan al país por gentileza de sus expatriados: en la no tan lejana Hong Kong, por ejemplo, el 90% del personal doméstico es de origen filipino. Comunidad que gira una porción importante de sus salarios en dólares hongkoneses (más fuerte que el peso local) a su patria de origen. Otro tanto aportan los expats filipinos residentes en geografías desperdigadas por el espectro panasiático.

Sin embargo, la todavía flamante república no es tan conocida por los productos terminados de alta calidad que exporta (semiconductores, productos electrónicos, calzado deportivo y aceite de coco), sino por haber dado luz a uno de los duetos gobernantes más escandalosamente desopilantes de la historia: el ex presidente Ferdinand Marcos y su actual viuda Imelda (nacida ella, conforme los registros, bajo el nombre de Imelda Remedios Visitación Romualdez).

Conocido por su apego a discursos extensos -de más de veinte páginas-, su buena memoria y por una larga trayectoria en la cámara de representantes (diputados) de su país, Ferdinand llegó a la presidencia de las Filipinas en 1965, previo desempeño como titular de la cámara de senadores. En abierta disonancia con muchos de sus colegas -colaboracionistas con Tokio-, Marcos fue cultor de la vanguardia política que decidió hacer frente al imperio nipón desde lo ideológico. Hecho que refrendó sus dotes de visionario y que, a la postre, lo llevaría a consolidar la relación de la República con los Estados Unidos de América.

El nuevo jefe de estado -ya en control de la presidencia- no perdió el tiempo. Acaso ojeando varios capítulos del New Deal rooseveltiano, propuso una serie de reformas económicas de peso para Filipinas, sustentadas en la puesta en marcha de un extendido plan de obra pública. Los trabajos se complementarían con grandes desarrollos que tuvieron por meta el autoabastecimiento de energía y la provisión de agua potable para la mayoría de las localidades del archipiélago. En cualesquiera de los casos, el overdrive preconcebido para el plan de infraestructura sumó un condimento adicional, a saber, el involucramiento directo y efecto de las fuerzas armadas en la totalidad de los programas. De esta manera, Marcos se granjeó el respeto de los militares, en tanto que una nueva tecnocracia uniformada se alzó con las jerarquías de valor en cada resquicio del aparato estatal. El presidente había demostrado un alto grado de coherencia en sus acciones: no solo había fortalecido lazos con las fuerzas, sino que cimentó ese proceder haciéndolas participar activamente en la guerra de Vietnam y, en una suerte de bien pensada retroalimentación, fusionó su agenda internacional con Washington hasta en el último detalle. En el frente interno, el mandatario se blindaba frente a cualquier escenario de protesta social o ciudadana, en tanto que su cohesión con los estadounidenses le garantizaría un voto de confianza ante los organismos multilaterales de crédito, solidificando su posición internacional.

En 1969, Ferdinand Marcos se alzó nuevamente con la victoria en los comicios presidenciales, obsequiándose cuatro años más para su carrera política. En acuerdo con los titulares reflejados por los medios de la época, los comicios se vieron empañados por una inusitada ola de violencia, y con ella sobrevino la contabilización de los primeros episodios importantes de corrupción. Las acusaciones -en la mayoría de los casos, probadas- abarcaban la compra masiva de votos y cargos de fraude electoral. Más tarde se vería corroborado que el reelecto mandatario tomó 'prestados' un aproximado de 56 millones de dólares del tesoro nacional para invertir en la propia campaña. De todos modos, la tibia oposición al gobierno poco pudo hacer para efectivizar aquellas denuncias, y Marcos prosiguió con su embestida. Aunque debió hacer frente al primer desafío ciudadano en 1970: éste corporizóse en masivas manifestaciones de estudiantes que ponían el grito en el cielo contra el 'imperialismo' que colaboraba con el poder central y el "estado fascista" que el presidente parecía estar ingeniando. En efecto: el excesivo y desprolijo apego a los Estados Unidos y la ominosa corruptela comenzaban a pasar factura, así como también las nunca veladas intenciones del jefe de estado para permanecer en el centro de escena más de la cuenta. En simultáneo, el popular senador de oposición Benigno Aquino ("Ninoy") -antiguo gobernador de la provincia de Tarlac- acusaba al gobierno de convertirse en un 'estado militar'. Lejos de recular, Ferdinand redobló la apuesta, replicando a la multiplicación de las marchas en su contra con el establecimiento de la ley marcial, en septiembre de 1972.

Para entonces, Imelda -su esposa y lógica primera dama- había comenzado a trascender el interés local para llegar a los titulares de la prensa internacional. Proclamada 'embajadora plenipotenciaria' por su marido, ocupó el rol de dignataria oficial del gobierno filipino e hizo de las giras internacionales su principal métier. En tanto llevaba a cabo giras diplomáticas por países de la órbita comunista (Rumanía, la ex Checoslovaquia, y la misma Unión Soviética), jamás dejaba de prestar atención a su escala favorita: la ciudad de Nueva York. Entre finales de la década del setenta y principios de los ochenta, Imelda adquirió lujosas propiedades en la Gran Manzana, e incluso se dio el gusto de rechazar comprar el Empire State -en Filipinas, mapauna operación que hubiese involucrado US$800 millones- por ser, tal lo declamado por ella, 'demasiado ostentoso'. Su colección de arte contaba -entre las mejores piezas- originales de Botticelli y Miguel Angel, y la joyería, en especial el oro, también le hacían perder la cabeza. Pero sus sueños más húmedos coincidían con el acaparamiento de refinado calzado para damas: la señora Marcos llegó a sumar un aproximado de mil pares de zapatos y el número continúa hoy inmerso en un ridículo debate, conforme muchos elevan la cifra hasta alcanzar los tres mil. Sin embargo, la buena Señora ocultaba sus habilidades en materia de comunicación interpersonal y un aceitado maquiavalismo, en la fachada de la alta moda y el gasto excesivo. Sus buenos oficios en el arte de la psicopatía -y si la documentación desclasificada en 2006 por el Departamento de Estado americano no miente- la llevaron a Washington, D.C. en 1970 para asistir a una reunión con el entonces director de la CIA, Richard Helms. El motivo, convencerlo para que la agencia aporte fondos útiles para neutralizar la acción de los molestos "comunistas y grupos católicos esponsoreados por el Vaticano que quieren elegir convencionales constituyentes propios en julio de 1971". Una locura: los "sinvergüenzas" pretendían tomar parte en una reforma constitucional y, así, limitar el margen de Ferdinand Marcos.

En Filipinas, mientras tanto, el ambiente político se sobrecalentaba. Con la declaración de ley marcial en mano, el presidente se aprestó a ordenar la detención de manifestantes y de los principales referentes de oposición (entre ellos, Aquino, el legislador que había develado el 'plan siniestro' oficial). Por orden ejecutiva, el jefe de estado logró extender por dos años más su permanencia en el poder, justificando esa necesidad desde la exageración de la amenaza terrorista del comunismo y el fundamentalismo islámico secesionista en las provincias del interior del país. A posteriori, toda organización opositora fue sindicada desde Manila como partícipe de un plan para destituír al primer mandatario ("elegido democráticamente, por mayoría") en connivencia con un pobremente definido elemento extranjero. El parlamento fue clausurado, se decidió el cercenamiento de la libertad de prensa (la única prensa "legal" era la oficial) y de expresión, al igual que otras, y Ferdinand Marcos dio inicio al comando del país empleando el soliloquio del decreto. Como resultado de una convención confeccionada desde el gobierno, se abolió la constitución de 1935 y su nueva versión cobró vigor en 1973: se neutralizó el sistema presidencialista, para dar lugar a un edulcorado parlamentarismo que le permitió al jefe de estado permanecer en el poder más allá de las limitaciones previstas inicialmente. Este compendio de hechos quizás no aporte demasiado a la hora de anotar descubrimientos grandilocuentes, aunque de seguro no faltarán aquellos que le achaquen a la Historia cierta pobreza conceptual en el "departamento de originalidad". A la hora de caracterizar a los retoños del poder, claro está.

Como fuere, el vigor de la ley marcial se prorrogó hasta 1981, año en que se anunció oficialmente su cese. De todos modos, las críticas deslizadas en ese moméntum histórico por la oposición refirieron que todo fue un simple maquillaje, puesto que la veda seguía, en realidad, vigente. El primer mandatario aprovechó los largos años de la ley marcial para convocar a lo que denominó una "Nueva Sociedad" (Bagong Lipunan), en la que se movilizaba a pobres y ciudadanos acomodados a trabajar al unísono para liberar al pueblo bajo el paradigma de la "realización individual". Con algunos matices, hoy los análisis no pierden demasiado tiempo en comparar la new society de Marcos con el Año Cero del Khmer Rouge en la ex Camboya aunque, desde luego, el etnocentrismo filipino se presentó como una reconversión bastante más moderada, con la excusa nacionalista y una finalidad de corte plutocrática antes que ideológica. Así las cosas, Ferdinand no se desayunó a millones de connacionales en una cruzada genocida: concentró su dedo acusador contra la oligarquía y el "capitalismo recalcitrante" [crony capitalism]. Su gobierno se preocupó por confiscar la totalidad de negocios privados de escala, para asegurarse de depositarlos en manos de parientes, amigos y socios en el poder. Con el transcurso de algunos años más, el jefe de estado triplicó el personal activo de las fuerzas armadas y surgió una nueva casta militar que ocuparía los directorios de proyectos de desarrollo, infraestructura y de provisión de agua y energía. En el orden social, acaso una de las medidas más polémicas ordenadas por el presidente fue la conformación de una organización juvenil de enrolamiento obligatorio para jóvenes de entre quince a dieciochos años, la Kabataang Barangay (Jóvenes de la Aldea); sus miembros eran enviados por fuerza a campos de adoctrinamiento ideológico en áreas rurales, con el objetivo de consolidar su fe en el matrimonio presidencial.

Con todo, no escasea consenso internacional para declamar que fue la rampante corrupción la variable que, sumada al magnicidio político de Benigno Aquino en 1983 (por orden de Imelda Marcos), contribuyó a la caída definitiva del régimen. El grosero culto a la personalidad que se manufacturó alrededor de la pareja también hizo las veces de gota para acometer el derrame del vaso, y otros hechos denotaban claramente que Ferdinand e Imelda habían perdido control sobre la situación. Mientras la salud del primer mandatario hacía agua, desde el seno del poder se dio la orden de ultimar a balazos a un doctor en medicina que había expresado reparos públicos por el verdadero estado de salud del presidente.

Finalmente, para 1986, una serie de movilizaciones no violentas montadas por ciudadanos a lo largo de cuatro días, conocida como 'Poder del Pueblo' o EDSA, irrumpió en escena, forzando al exilio del presidente Ferdinand Marcos y su esposa. Los manifestantes salieron a las calles de forma masiva, echando mano de propuestas para la resistencia civil con la meta de hacer frente a la corrupción, el estado totalitario y el fraude electoral a repetición. Los medios del planeta, que ya habían tomado nota de lo delicado del escenario político-social, se refirieron al hecho como la "revolución que sorprendió al mundo". Los modos rimbombantes y estrafalarios de la pareja presidencial -especialmente los encarnados por Imelda- ya habían recorrido la totalidad del planisferio. Ferdinand y Señora cosecharon el último beneficio luego de décadas de amistad con Washington: a pesar de que Ronald Reagan había decidido 'bajarles el pulgar' y retacearles apoyo internacional, se convino su salvoconducto a través de la isla de Guam y luego Islas Hawaii.

En los comicios del mismo 1986, Corazón Aquino (hija del asesinado legislador de oposición) alcanzó la primera magistratura. Su primera orden ejecutiva coincidió con la creación de una comisión investigadora para dar con el paradero de los fondos fugados por Imelda y Ferdinand Marcos. La decisión no surgió del capricho ni la prerrogativa de agitar la cuestión de la "herencia recibida": luego de sucesivas auditorías, se comprobó que los créditos obtenidos por la pareja presidencial o bien habían sido vilipendiados, o bien ni siquiera habían llegado al banco central del país. Imelda respondió desde el extranjero que su fortuna personal y la de su marido obedecía a buenos tratos realizados en su rol de comerciantes de oro con reputación mundial. De ahí que, luego de la violenta caída en el precio del metal en los setenta, la familia Marcos solo cotizara... US$35 mil millones. Y de este detalle habrá que descontar los entre cinco mil y diez mil millones en moneda norteamericana -que se computa atesoró Ferdinand- para develar quién de los dos acopió más.

Desde 1962 hasta 1986, la dictadura conyugal engrosó la deuda exterior de Filipinas -entonces de US$360 millones- hasta alcanzar los US$28 mil millones. Las reformas económicas propuestas por la pareja saliente jamás funcionaron: el salario promedio cayó en un 30% en el término de las dos décadas que estuvo en el poder, en tanto que la producción agropecuaria se precipitó en un porcentaje similar. La destrucción sembrada por los mencionados incluso llegó al daño ecológico puesto que, hasta 1980 al menos, la exportación de productos derivados de la madera encabezaban los ránkings de exportables. Pero la sobreexplotación de bosques (encomendada por la plutocracia regente a sus socios empresariales) terminó por reducirlos a la mínima expresión. En otro orden, la brecha entre las clases más acomodadas y los estratos sociales bajos se acentuó hasta tornarse insostenible y, al parecer, los únicos que se alzaron con el pingüe negocio fueron los organismos multilaterales de crédito, que garantizaron fondos varias veces millonarios a un régimen totalitario que destruyó a la nación. La banca suiza -presionada por el orbe internacional- solo reconoció un aproximado de setecientos millones de dólares pertenecientes a los Marcos; cifra que, a posteriori, fue repatriada. Nada se sabe del resto de los fondos evaporados: al día de hoy, la causa en Filipinas continúa abierta y sus ciudadanos continúan abonando onerosos intereses por las obligaciones financieras otrora contraídas por los demócratas devenidos en dictadores.

Allí reside, precisamente, el principal escollo para el sano revisionismo montado por los sucesores de los Marcos: los amigos del poder saquearon irreparablemente a la República, haciendo hincapié en una ingeniería financiera tan compleja que los investigadores observan escasa maniobra para detectar cuánto se fugó con exactitud. Para dar una idea de ello, téngase presente que la economía fue concentrada en monopolios a lo largo de veintiún años y sus principales rubros adjudicados a parientes y cercanos (sobre todo, al clan originario de la primera dama, los Romualdez): energía, telecomunicaciones, producción de cerveza y aceite de coco, manufacturas y tecnología, industria azucarera, tabacaleras, estaciones de radio y televisión. La tarea a la hora de desmenuzar esas actividades se ha convertido en un asunto generacional en Filipinas, por lo inabarcable de su alcance. Hoy día, la población no solo debe hacer frente a los altos intereses porcentuales de los créditos tomados por los Marcos, sino que también le toca pagar el precio por los errores del pasado: la inversión extranjera no confía mayormente en el país debido a la corruptela de décadas, evidenciada por sus instituciones. Este es uno de los motivos por las cuales la cifra anualizada de exportaciones -expuesta párrafos más arriba-, por ejemplo, continúa siendo baja. El crecimiento económico interanual, aunque positivo, no ha servido para redistribuír el ingreso, menos aún para fomentar el ahorro nacional.

El matrimonio bajo estudio se ha apuntado una serie de factores comunes a sus tándems reflejo en otros países igualmente saqueados: aterrizaje democrático en el poder que luego muta en dictadura, infiltración de los tres poderes del Estado para ponerlos al propio servicio, cooptación de las fuerzas armadas y de policía, reforma constitucional para la permanencia ininterrumpida, capitalismo de amigotes, culto a la personalidad asociado a una abundante megalomanía, sociedad multipropósito con la banca extranjera y el establishment financiero internacional para fugar divisas, sobrecalentamiento de la doctrina amigo-enemigo, denuncia y posterior persecución de opositores, interrupción de la libertad de expresión y de prensa, asesinato político, vaciamiento del tesoro nacional y -en muchos casos- impunidad judicial.

Solo parecen sobrevivir a la faena destructiva de este tipo de dignatarios del poder aquellos Estados que reposan en instituciones fuertes y con cierta trayectoria. Allí, los mecanismos para restringir los alcances de la corrupción son tan intrincados que reducen sensiblemente el margen operativo del desfalcador serial. No parecen existir medias tintas de cara al tratamiento de este problema, y también existe consenso frente a que la áspera cuestión del latrocinio también observa un grado de raigambre cultural. Mucho parece surgir de la confusión primigenia: el ciudadano no ha aprendido a distinguir entre Estado y gobierno, en tanto considera que la propiedad pública está al alcance de quien se proponga tomarla primero. Sin importar se trate de dinero o de bienes edilicios. Otras conclusiones podrían sonar crudas y poco académicas, pero no por ello menos contundentes: los pueblos tienen los líderes que se merecen. Y, si toleran el saqueo de su patria, es porque su gobierno no le resulta tan antipático.

El triste ejemplo filipino cerró con Ferdinand Marcos muerto en 1989, a consecuencia de la larga enfermedad que venía carcomiéndolo desde sus entrañas y que le impidió disfrutar realmente de su fortuna malhabida durante los últimos diez años. Imelda, por su parte, viene a encarnar a la perfección aquello de los pueblos y el 'merecimiento popular': por estas horas del año 2012, la Señora es diputada. Y va por más.


Matías E. Ruiz, Editor
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