POLITICA: POR MATIAS E. RUIZ, EDITOR

La destrucción cultural de la Argentina, inconfundible legado del kirchnerismo

Los efectos no considerados que se desprenden de un sistema de propaganda y un estilo de gobierno ponzoñosos. Argentino contra argentino.

20 de Enero de 2011
Demasiado se ha escrito ya en relación al indetenible caudal de daños, perjuicios y destrucción que, desde lo operativo, el "Estilo K" y su recalcitrante sistema de gobierno han volcado sobre la sociedad argentina. Aquellos que comprendemos el día a día -porque debemos enfrentarlo- sabemos bien del oprobio que conllevan la inflación y la violencia urbana, por citar aquellas variables que figuran entre las que mayormente preocupan a la opinión pública y privada en general. Las consecuencias del ciudadano que pierde la vida bajo la lluvia de balas de una delincuencia que opera a tiempo completo -gracias a la obvia connivencia entre ella, la política y la Justicia- provocan un daño permanente e indeleble a los familiares y amigos de la víctima. La inflación -que actualmente supera holgadamente el 40% anual, pero que lleva al menos cinco años de sostenido incremento- contribuye a engrosar las cifras de "nuevos pobres", a razón de más de un millón por año. Gradual pero concienzudamente, el incremento de los precios al consumidor ha vapuleado a las clases medias y bajas a tal punto que la Argentina se encamina a un futuro similar al que padecen hoy muchas naciones del Africa. La brecha entre ricos/pudientes y ciudadanos que sobreviven en la pura miseria se amplía y hace más categórica: la inflación arroja a millones de personas a la desesperación y el subempleo, mientras que otros cientos de miles caen víctimas de las afiladas garras del delito, haciendo de éste una carrera de por vida, que no tiene retorno. Al final de esta historia, aumento de precios y violencia sinergizan su faena, con sus nefastas consecuencias proyectándose inapelablemente sobre el resto de la población que todavía acaricia algunas migajas de futuro. Se trata de un círculo vicioso que se completa de las peores maneras y que -irónicamente- lleva a la dirigencia a responder a la inquietud con frases tales como "pobreza estructural" o "delito estructural". Y -obsérvese la trampa-: ni la una ni la otra existen realmente, dado que se trata de abstracciones emanadas del manual del político para así cubrir un evidente desinterés por poner fin a esas problemáticas. Por otro lado, resulta cuando menos sospechoso que, desde el retorno de la "Democracia" en 1983 hasta la fecha, los sucesivos gobiernos nos hayan acostumbrado a convivir con el concepto de crisis permanente. En este entramado conceptual no solo anida la corrupción, sino que allí reside la esencia de los más importantes problemas que dan forma a la Argentina que conocemos hoy. El resto de los factores desintegradores de nuestro tejido societario, aún cuando se presenten como diferentes en origen, parte de los desmanejos económicos. Sin embargo, conviene invertir una dosis extra de atención, a la hora de distinguir otra serie de elementos de carácter disruptor que el "kirchnerismo" -desde su arribo al poder en 2003- ha insertado en nuestro escenario. Se trata, ni más ni menos, de la implosión cuasiartificial de aquellos atributos culturales bien propios del ser argentino, en todas sus formas y presentaciones. Sería difícil establecer efectivamente hasta qué punto esta destrucción cultural ha sido planificada o si, por el contrario, se trata de efectos no deseados por sus propios arquitectos e ideólogos. Mucho parece indicar que los ingenieros del sistema kirchnerista/goebbeliano de propaganda se han concentrado con tanto esmero en la programación de un discurso, que han terminado pasando por alto las consecuencias que ahora muchos estamos abonando en incómodas cuotas. Por demás, resulta bastante evidente que esta catarata destructiva de conceptualizaciones ha partido del hoy clásico "Ellos contra nosotros", bien aceitado por el difunto Néstor Carlos Kirchner desde las Presidenciales de hace siete años. Iniciativa maquiavélica y fascistoide que -existe acuerdo entre analistas- ha resultado notablemente calcada de la manipulación del discurso ingeniada por Adolf Hitler y sus asociados, después de 1933. Analogía válida para ilustrar una comparativa que incluso puede condimentarse con olvidables ejemplarizaciones como las de Vladimir Lenin en la Rusia poszarista o el líder camboyano Pol Pot, promotor este último de uno de los peores genocidios que se conocen, a partir del accionar de su guerrilla Khmer Rojo. El período kirchnerista se ha nutrido -desde la aparición de su líder en la escena nacional- de la configuración planificada y programada de enemigos. Esquema programático enfocado a la consecución de dos objetivos, primero: la distracción de la opinión pública y privada de la solución de los temas centrales del país; segundo: la construcción y acumulación de poder y el autoexigido endulzamiento de una abundante caja. De tal suerte que la maquinaria de propaganda oficialista se ha preocupado por poner bajo la lupa primero a los "represores" y "genocidas" del Proceso de Reorganización Nacional, cuyos juicios son demorados adrede para estirar su exposición pública. Le tocaría el turno luego a la Iglesia, señalada con dedo acusador por constituír parte del establishment y por su ligazón histórica con el elemento militar (en su condición de enemiga del "ateísmo marxista-leninista"). Como obvio paso para complementar la acusación contra las Fuerzas Armadas, los ideólogos que jugaban codo a codo con el Gobierno Nacional concentraron su programado desprecio sobre las policías Federal y Bonaerense. Se les endilgaría luego su pasada sociedad con la Doctrina de Seguridad Nacional de los setentas y su lógica condición "represiva", concepto hábilmente manipulado, a modo de que nadie se atreva a mencionarlo siquiera en conversaciones con amigos y familiares. Para la repetición ininterrumpida de la ideología imperante, el "Orden" se las ha ingeniado para reparar en gran parte de una confundida juventud, que repite palabras como "Derechos Humanos" y "Genocida/Represor" como un verde periquillo. Es válido tener presente que fue Vladimir Lenin quien refirió: Dadme cuatro años para enseñar a los niños y la semilla que he plantado jamás será arrancada. Agotada la mitad de la lista de los enemigos del "gobierno nacional y popular", la próxima víctima sería el sector agrícolo-ganadero. En esta instancia, sobrevinieron los primeros errores garrafales de la maquinaria de propaganda oficialista, por cuanto el campo argentino representa una porción mayoritaria de la actividad económica del país. Al tropiezo de etiquetar a los pequeños productores de "golpistas", sobrevino la construcción conceptual del "terrateniente" (palabra erradicada del léxico argentino desde finiquitados los años treinta). Erróneamente, se igualó al chacarero con el gran tenedor de miles de hectáreas cultivables y los poderosos empresarios sojeros, estos últimos, aliados del kirchnerismo desde los albores. Poco tiempo después, comenzó a sobreexplotarse la construcción verbal del "indigenismo" que no tiene verdadero correlativo en el espectro cultural argentino, dado que nuestro país está lejos de ser una nación con mayoría aborigen como sucede en los casos de Bolivia, Ecuador o los Estados Unidos Mexicanos (donde existen núcleos guerrilleros que se nutren de los pueblos originarios). La importación estructurada del "indigenismo" fue seguida de la incentivación económica de grupos políticos y activistas de la comunidad homosexual. Este elemento -conducido por la militante María Rachid, aspirante a congresista- fue seducido financieramente en virtud de su combatividad y predisposición para el escrache y la violencia. Precisamente, aquellas aptitudes psicológicas harto buscadas por una nomenklatura oficial que se defiende obstinadamente, atacando primero a enemigos incorpóreos. Porque -vale la pena recordarlo- ni ex uniformados de la época del Proceso inválidos y entrados en años, ni policías bonaerenses ni capitalinos, ni sacerdotes ni obispos, ni campesinos se han conjuntado jamás durante el kirchnerismo para programar su demolición, ni mucho menos para contestar orgánicamente ante cargos de "golpismo". Ante la evidencia, el oficialismo se decidió a transformar al "enemigo inexistente" en "enemigo invisible": se inventaron reuniones entre párrocos y militares veteranos del Ejército que coincidían en secretos "mitines destituyentes"; se manufacturaron falsos envíos de correos electrónicos desde bases militares para inculpar a oficiales en desacuerdo con las políticas de destrucción de la Defensa Nacional; se formularon acusaciones contra miembros de la Iglesia, el Campo y la oposición política a la Casa Rosada, en el sentido de que planeaban dar "un gran golpe" contra el poder "elegido democráticamente". La faena de propaganda de los moradores ideologizados de Balcarce 50 completóse a partir de una renovación de la Justicia (Corte Suprema) con integrantes supuestamente intachables, como Eugenio Zaffaroni (hoy pretendido candidato a legislador por la Capital Federal, cuando no Jefe de Gobierno a último momento) y Carmen Argibay -que públicamente y con ligereza fuerza el tratamiento social y mediático de temas sensibles como el aborto-. Para redondear la fraseología y el discurso que emanaba desde el poder, el kirchnerismo invirtió su buena dosis de tiempo en contemporizar con escuelas de leguleyos abonados a la liberación del consumo de drogas y la rápida puesta en libertad de homicidas y delincuentes peligrosos, que muchas veces operan para poderosos políticos solidarios con un crimen organizado que aniquila miles de vidas anualmente. Se reclutó a deleznables gremialistas y mafias, con el objetivo de delegar en ellos el apriete, la amenaza y la extorsión en perjuicio de empresarios e industriales, supuestos responsables estos últimos de operar como financistas necesarios de un golpe de Estado que jamás llegó. Más allá de que los adláteres del kirchnerismo/cristinismo se hayan propuesto la construcción de una agenda tan compleja con miras a la destrucción, el programa ha hecho mella en la cultura nacional, en formas y modos que pocos se han atrevido a desgranar. Por ejemplo, en el atosigamiento que se destina a los sectores empresarios e industriales se constata una obvia pérdida de calidad en los productos que llegan a las manos de los consumidores. El rubro alimentación se caracteriza por ahorros extremos en packaging o "empaquetamiento", reducción del tamaño del producto, eliminación de insumos para el desarrollo de fórmulas que modifican el sabor. Lo que hoy reposa en las góndolas de los supermercados es más pequeño y ostensiblemente más caro. Obvio resultado que se desprende de una intolerable presión impositiva, cuando no de las amenazas de exploraciones impositivas profundas desperdigadas por el ahora silenciado Guillermo Moreno. Los productos del Campo observan idéntica situación: peor calidad en los cárnicos, dado que lo mejor vendible se destina a mercados externos, tal como sucede con verduras y hortalizas. Igualmente, los precios finales de lo disponible se ha vuelto prohibitivo; todo a partir del indetenible afán del gobierno federal por inculpar y arrinconar a los ganaderos. Millones de argentinos se han despedido definitivamente de los clásicos asados del domingo, pues estos constituyen hoy día un lujo imposible de obsequiarse. Adiós, pues, a los famosos asados de obra. Por estas horas, asistimos a una Argentina destinada al subconsumo, alejada definitivamente y para siempre del "deme dos", y arrinconada ad eternum a la más miserable supervivencia. Todo lo cual sucede mientras el poder central difunde sentencias escandalosas que remiten a un "crecimiento a tasas chinas"; los receptores del mensaje se miran, contrariados: ¿quién será el afortunado destinatario de esas palabras sin sentido? Como respuesta, siempre sobreviene el silencio. Simultáneamente con la delegación de "poderes" desde la Casa de Gobierno a los gremios para que ellos se ocupen de mantener a raya al empresariado, el poder también se las ha arreglado para "descargar" la tarea del dedo acusador entre los propios súbditos/ciudadanos. Como no se ha visto en décadas en la Argentina, ahora es normal contemplar con tristeza a familias alejadas por una infranqueable zanja de diferencias políticas. Los amigos del alma hoy se separan, divididos entre kirchneristas y no kirchneristas. Los hermanos ocupan veredas opuestas: una minoría, dogmatizada por el esperpento de "6, 7, 8", y una mayoría que consume todo aquello que hable mal del gobierno, aunque sea por deporte, a las apuradas y sin mediar análisis. El virus de incontestable carácter hitleriano que mora en el programa de Televisión Pública contagia a sus consumidores para que propaguen la "Palabra Oficialista" en todo espacio "rival" habido y por haber, cueste lo que cueste. En esa instancia sobrevienen los conflictos, la discusión. La incontinencia verbal y la discordia suelen producir un daño mucho peor que las arremetidas físicas: los golpes pueden curarse, mientras que la frase hiriente a una hermana, un amigo, un cuñado, permanece. Se trata, en definitiva, de un combate entre amigos, entre hermanos. Un duelo a muerte entre argentinos. Activistas homosexuales pagados por el poder salen en hordas a las calles para destruir las fachadas de iglesias. Nada los detendrá, aún cuando aquellos militantes no representen a la "comunidad gay". Pero, de súbito, comienza a correrse el velo de la desconfianza sobre esa porción de la sociedad. Por unos pocos, pagan todos los demás. Idéntico escenario se reproduce con los aborígenes que hacen las veces de militantes políticos del oficialismo: el dinero oficial les permite movilizarse y promocionar la condición "genocida" de Julio Argentino Roca, destruyendo todo monumento a cuyos pies figure su nombre. Cambia -para mal- la opinión generalizada sobre los pueblos originarios, cuando lo cierto es que los activistas tampoco los representan. Y pocos saben que el verdadero aborigen es el chaqueño o el formoseño que nunca protesta ni corta calles ni rutas, porque los políticos locales se aseguran de quitarles sus documentos de identidad para votar por ellos. El desprecio convoca al odio; éste remite luego al resentimiento y, en los últimos estadios, hace su aparición la violencia. Argentino contra argentino. Tenían razón los arquitectos del discurso nacionalsocialista de Adolf Hitler cuando recomendaban apelar a las emociones negativas antes que a las positivas; las primeras perduran por más tiempo y contagian todavía mejor que las segundas. Tal vez no esté de más recordar el trágico final que le aguardó a los teutones -una vez que su patria comenzó a ser llamada por otras como la "Alemania Nazi"-: la nación germana finalizó con su economía devastada y su sociedad pulverizada por el dantesco escenario de la guerra. Los declarados "opositores" al régimen -judíos, búlgaros, polacos, gitanos, etc.- exhalaron su último suspiro en los más lóbregos y siniestros campos de concentración, exterminados peor de lo que se haría con animales. Siempre es el hombre el que aniquila al hombre, especialmente cuando el odio se apodera de la psiquis de aquellos en control de la situación. Se impone preguntarnos si acaso sea ese el final que deseamos para la Argentina, ahora que el odio y el resentimiento han plantado sus raíces entre nosotros. Cualquiera sea la solución, y sin importar quién la proponga, aquél deberá comenzar por reconocer lo costoso del desafío: llevará muchos años enderezar este escenario. Probablemente, décadas. Por Matías E. Ruiz, Editor. e-Mail: contacto @ elojodigital.com El autor también responde en su cuenta de Twitter, en http://twitter.com/matiaseruiz
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