SOCIEDAD: MARCELO D. FERRER

Relato novelado sobre la muerte de un fiscal

Esta historia es ficticia. Cualquier semejanza entre la realidad y la trama aquí descripta... es pura coincidencia.

02 de Febrero de 2015
El plan estaba concebido desde hacía un mes, ni bien el informante infiltrado entre los colaboradores del fiscal se lo comunicó a su contacto.

D'arsino colaboraba con el fiscal en temas de informática. Él era el encargado de realizar los resguardos de toda la información de las investigaciones que llevaba adelante el fiscal. La encriptaba, la grababa en un pendriver y a su vez la subía a un servidor en la nube. D'arsino era además agente del Servicio de Inteligencia (S.I.) y cumplía ordenes superiores de informar sobre las actividades del fiscal que pudieran involucrar a funcionarios del gobierno nacional.

En un país en que la corrupción es cultura, la misma se transforma en un oficio cuasi-lícito. La sociedad, incapaz de poner freno a semejante vendaval que gana día a día espacios y adeptos, termina por neutralizarla en su subconsciente colectivo y comienza a tolerarla hasta niveles inimaginables. A los corruptos,que más pronto que tarde se unen en mafias, se les hace preciso contar con cómplices en todos los ámbitos posibles: jueces, fiscales, juristas,legisladores, funcionarios de este y otros países y todo individuo corruptible con influencia que tenga algo para ofrecer.

Desde hacía tiempo era preciso para estas mafias dar un mensaje profundo y contundente a esa parte del poder judicial que no tranza; que se convierte en un alumbrar de esperanza para doblegar la amenaza que se cierne sobre toda la sociedad. Así es que las investigaciones de varios fiscales y jueces se acercaban peligrosamente a la verdad aprovechando un irredimible desgaste gubernamental.

El fiscal pertenecía a esa pléyade de individuos que hace honor al cargo cumpliendo la misión para la que se había juramentado. Su asesinato iba a ser el mensaje adecuado por su alta exposición pública; pero además, porque configuraba la peor amenaza para la imagen y futuro de los implicados en sus investigaciones.

El agente del S.I. Aníbal González, fue el encargado de comunicarle a D'arsino que todavía era necesario de él una última colaboración. Aún cuando sería el eslabón más frágil de la cadena de individuos confabulados para asesinarlo, era también absolutamente imprescindible por su relación de amistad con el fiscal.

La muerte del fiscal debía parecer un suicidio. Para ello era preciso que éste contara con un arma para quitarse la vida. Si bien el fiscal tenía registradas armas a su nombre, no poseía ninguna dentro de su vivienda y sería muy sospechoso e inadecuado solicitarle que llevara una de ellas hasta allí.

El departamento del fiscal había sido visitado muchas veces por diversos agentes de la (S.I.), lo conocían a la perfección. Lo recorrían cada tanto buscando indicios de sus actividades y para cerciorarse dela fidelidad del informante. El fiscal era una persona de costumbres tradicionales y con apego familiar. Jamás llevaría un arma a su casa y mucho menos la tendría dentro de su automóvil.

Se habían analizado profundamente otras alternativas para la eliminación del fiscal. Inducirlo a su autoeliminación había sido una de ellas. Pero se corría el riesgo de que tal plan implicara violencia física y con ella la probabilidad de dejar rastros a los pesquisantes. Tampoco existía la posibilidad de utilizar otros métodos de “suicido”. Lanzar a la víctima desde una ventana había sido utilizado para un caso que todavía permanecía impune, pero en la sociedad persistía la idea de que se había cometido un asesinato. Aquellos acontecimientos estaban aún frescos en la memoria colectiva.

La nueva misión de D'arsino era introducir un arma en el domicilio del fiscal. Para ello era preciso que D’arsino tuviera en tenencia el arma adecuada legalmente registrada.

El fiscal contaba con diez custodios y dos supervisores. Los diez custodios alternaban días y horas para brindarle al fiscal una cobertura completa. Los policías que guardaban la seguridad del fiscal dependían por completo de funcionarios corrompibles que habían participado profusamente de actividades mafiosas. El personal de la custodia se encontraba mal pertrechado y entrenado y no revestía ninguna clase de inconveniente para la operación. Tampoco hubo inconvenientes todas las veces que el fiscal fue visitado en su ausencia.

El éxito del plan dependía de que la persona que ingresara a dejar dentro del domicilio del fiscal el arma, fuera de su entorno.

El sábado 17 enero, a las 15.00, con una llamada sin identificar al celular de D'arsino, daba comienzo la secuencia de coartadas para que el asesinato se inscribiera en la larga lista de crímenes jamás resueltos. Debía ser ese día.

A las 15.30 D'arsino pasó por las lánguidas medidas de seguridad del edificio, se aseguró de ser visto por la custodia y se condujo al departamento del fiscal. El fiscal se sorprendió de verlo puesto que no lo esperaba.

D'arsino tenía una excusa perfecta para interrumpir la álgida tarea del fiscal que el día lunes debía presentarse en el Congreso debla Nación a informar a los legisladores sobre la denuncia que implicaba a encumbrados funcionarios del gobierno en el encubrimiento del atentado terrorista más cruel que había sufrido su país: le llevaba los últimos resguardos de la información de esa causa y otras. El fiscal los recibió y de inmediato los introdujo en una caja de seguridad. Era todo. Se estaban despidiendo cuando D'arsino se interrumpió y mencionó que se había olvidado de traer un segundo resguardo que había hecho para mayor seguridad. El mismo estaba en su casa e iría a buscarlo para regresar a traérselo de inmediato.

El fiscal accedió porque comprendía que esa información iba a estar más segura en su departamento.

D'arsino llegó a su casa, tomó el segundo resguardo y la pistola calibre 22 que le habían proveído los servicios del S.I., tal y como le dijeron que hiciera. Regresó a la casa del fiscal unas horas después para evitar toda sospecha.

Fue recibido por el rostro agobiado del fiscal, producto del trabajo y la preocupación que le acarreaba el compromiso que había asumido para el día lunes. Sin embargo su anfitrión le ofreció un café y conversaron fluidamente sobre diversos asuntos. En el breve momento en que el fiscal se ocupaba en la cocina de preparar el café, D'arsino escondió el arma calibre 22 detrás de unos libros del estante superior de la biblioteca del living.

Así funcionaban las cosas, los individuos implicados en el plan no debían verse jamás las caras. Hubiera sido más sencillo que D'arsino le entregara el arma directamente al asesino; pero no, eso estaba fuera de los códigos de práctica. Un sicario es un número de teléfono sin rostro.

Se despidieron en la puerta del ascensor que lo conduciría a la cochera. Por unos momentos sintió pena por él mientras miraba su sonrisa bonachona al cerrarse automáticamente la puerta. En el ascensor, junto con él, viajaban otras cuatro personas que vendrían de pisos superiores y se conocerían entre sí por el modo y temas de los que conversaban. Uno coartada más, pensó D'arsino.

Desde el momento de haberse despedido del fiscal, toda esa noche y al día siguiente, seguiría paso a paso las instrucciones recibidas. Pasar por el peaje muy lentamente. Llegar a su casa y cenar comida de un delivery. Al día siguiente compartir un encuentro entre amigos en las afueras de la ciudad.

Durante todo el domingo su mente deambuló entre los momentos compartidos con el fiscal durante el tiempo que estuvo a sus servicios. Pensó en su mandato y lo asemejó a la tarea diaria de un oficinista... salvo, salvo por las consecuencias. Si todo resultaba tal cual estaba planeado, no habría consecuencias. Con el dinero que recibiría se iría de inmediato del país con toda su familia.

Ni bien trascendiera la noticia, diría a la fiscal que designaran para la investigación, que el día sábado el fiscal lo había llamado a su teléfono, le había pedido que fuera a su casa. Que allí le había preguntado si tenía un arma y que él había respondido que si. Que el arma que tenía era de calibre 22; que apenas la había usado un par de veces y que se encontraba registrada y guardada en su domicilio. Que el fiscal le había pedido que se la prestara porque se sentía inseguro; porque no confiaba en sus custodios; porque su familia estaba temerosa de un atentado y él quería tener un arma para defenderse. Continuaría diciendo que al principio se había negado a dársela y que él fiscal había insistido. Que volvió a su domicilio a buscar el arma y que había regresado a la casa del fiscal para entregársela. Que esa fue la última vez que lo vio con vida.

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En la madrugada del día domingo, una sombra se escabulló por una de las rejas perimetrales del complejo de edificios donde vivía el fiscal. La logística que había seguido contemplaba la ineficiencia de los sistemas de seguridad del edificio en todos los ordenes. Llegó a la cochera ocultándose en las zonas ciegas de las cámaras y deseando que aquellas que era inevitable sortear, no funcionaran tal y como le habían asegurado. Subió por las escaleras hasta el piso 13. La puerta de servicio tenía el tipo y marca de cerradura que le habían informado. Abrió la puerta con gran sigilo y se escabulló dentro del departamento. En la cocina se puso un pasamontaña y un par de guantes de látex. Se dirigió hacia el living para tomar de atrás de los libros en el estante superior de la biblioteca, el arma calibre 22 que había dejado D'arsino el día anterior. Verificó que tuviera balas. A pocos pasos de allí se encontraba el dormitorio del fiscal. La puerta estaba entre abierta. Entró. Las luces del exterior creaban la penumbra justa como para ver a dónde debía dirigirse. Se deslizó hacia el borde de la cama sin hacer el menor ruido. De su bolsillo extrajo un pequeño frasco que contenía un narcótico. Lo destapó bien alejado de sí. Lo acercó a las fosas nasales del fiscal. El efecto era inmediato y las huellas de disiparían en el transcurso de seis a ocho horas. Para cuando descubrieran su cuerpo y dispusieran su autopsia, estaría completamente ausente en sus fluidos. Buscó en el placard una remera y un short. Vistió con ellos su cuerpo dormido. Lo condujo al baño de la habitación. Sentó al fiscal de espaldas a la puerta del baño y dirigiendo el brazo y el dedo índice de su víctima, hizo un único disparo. Dejó que el cuerpo y el arma cayeran por su propio peso. Mientras revisaba palmo a palmo la existencia de rastros que pudieran denunciar la presencia de otra persona en el lugar, verificó que el fiscal hubiera muerto. Cumplido, se retiró por donde había ingresado.

 
Sobre Marcelo D. Ferrer

Es Contador Público y Licenciado en Economía. Reside en Buenos Aires, Argentina, y publica regularmente en su sitio web www.marcelodferrer.com.ar.