SOCIEDAD: ALBERTO MEDINA MENDEZ

Hora de transformar el sistema carcelario

No son pocas las sociedades preocupadas por el avance del fenómeno de la inseguridad. Algo debe hacerse. La impotencia, la bronca...

08 de Junio de 2014
No son pocas las sociedades preocupadas por el avance del fenómeno de la inseguridad. Algo debe hacerse. La impotencia, la bronca y la ausencia de ideas hace que el debate recorra carriles secundarios.
 
La discusión sigue sin rumbo, quedando rehén de reacciones espasmódicas que se suceden ante cada delito que conmociona a la comunidad. Cierta tendencia a la simplificación empuja a copiar sin pensar, a suponer que solo se trata de imitar modelos aparentemente eficaces.
 
La problemática es compleja y también lo es su solución. No puede desconocerse que los problemas pueden mitigarse, que es posible minimizar impactos e incluso atenuar las consecuencias no deseadas, pero nada se soluciona realmente si no se atacan las causas profundas.
 
Cuando se analiza de modo erróneo un asunto, no solo no se encuentran soluciones aptas, sino que todo empeora, extendiéndolo en el tiempo con efectos devastadores, que no solo no desaparecen, sino que se multiplican.
 
Algunos plantean que un probable remedio a tanta inseguridad es el camino de endurecer las penas, conforme se da en otras naciones. Quienes defienden esta postura insisten en que los humanos son 'hijos del rigor' y que un sistema punitivo contundente desestimula a los que cometen delitos.
 
En realidad, se trata de un punto atendible, pero también totalmente opinable. No todo aquel que delinque se detiene a evaluar racionalmente las penas que eventualmente recibirán; en rigor, suponen que no serán descubiertos ni aprehendidos.
 
La asignatura pendiente es analizar a fondo el tema de las cárceles. Si aquellos que promueven la 'mano dura' con penas más elevadas triunfaran en su prédica, las cárceles actuales difícilmente alcancen. Pero lo más grave es que, de no darse una modificación conceptual frente a cómo funciona el sistema penitenciario, solo se lograría un resultado más negativo.
 
La Constitución Nacional dice sabiamente que 'las cárceles de la Confederación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice'. Resulta contradictorio que una sociedad que se cuestiona su escaso apego al cumplimiento de la ley no haya tomado nota de este aspecto tan evidente. Tal vez sea porque, en este caso, la máxima norma del país no interprete los deseos de los ciudadanos, que reclaman que los delincuentes sean castigados y nunca reinsertados en la comunidad.
 
Las prisiones en este país, como en tantos otros, se han constituído en un centro de capacitación especializado de delincuentes. Una persona que ha incurrido en un delito sale de ese patético ámbito, luego de años, con mayor formación en lo incorrecto. Sus diálogos interminables con criminales de mayor trayectoria y experiencia le hacen conocer nuevos métodos y variadas fechorías que ni siquiera conocía previamente.
 
Sin embargo, y al mismo tiempo, su permanencia en prisión solo le ha servido para ser humillado, tratado como un animal, sometido a vejaciones de todo orden y sin posibilidad de reeducarse -aún si así lo hubiera deseado.
 
Este proceso por el reo ha terminado en prisión a partir de los errores que ha cometido, por las malas decisiones que ha tomado en su vida, lo ha llevado a un lugar donde no es considerado persona, donde otros seres humanos le harán sentir como el peor de todos, recordándole que es material de descarte, y que él -como persona- no vale la pena.
 
Así, pues, del penal solo se egresa con mayor resentimiento, con más odio y desprecio por los demás; listo para una revancha, y no con ganas de enderezar el rumbo de sus vidas con miras a comenzar de cero.
 
Los excesos cometidos en las cárceles, la violencia y corrupción -y su correspondiente clima de malas actitudes y sentimientos- no son temas desconocidos para las autoridades, ni por los funcionarios judiciales, ni tampoco por la sociedad. De algún modo, los ciudadanos pretenden que, en prisión, los detenidos sean realmente castigados. Eso explica porque sucede lo que todos conocen. Lo triste es que nadie se haga cargo y se prefiera exhibir esta actitud irresponsablemente cómplice de avalar con silencio lo inadmisible.
 
Podrían endurecerse las penas e incluso discutirse el procedimiento de las leyes, su velocidad a la hora de aplicarse, la actitud de los jueces y la educación de los ciudadanos. Seguramente, todo ello podría servir. Pero, mientras la herramienta que la sociedad tiene para reinsertar personas equivocadas sea el actual régimen penitenciario, esto no tiene un horizonte positivo a la vista.
 
Ni la mejor legislación que pueda soñarse, ni un esquema óptimo de selección para que sean hombres probos los encargados de impartir justicia, ni tampoco un rediseño de los contenidos de la educación formal, alcanzarán para encontrar el sendero. Resulta imprescindible que aquellas personas que han cometido delitos tengan una oportunidad, al menos una, de corregir sus errores, de arrepentirse, y de volver a ser parte integrante de la comunidad. Pero ya no repletos de malos sentimientos, sino con el entusiasmo de intentar una vida nueva y mejor. Es a tal efecto que es menester transformar el sistema carcelario.
 
Sobre