INTERNACIONALES : MATIAS E. RUIZ

Putin y Obama, desde el cristal de la Segunda Guerra Fría

Hacia fines de 1977, la Oficina de Presupuesto del congreso de los Estados Unidos de América completó una estimación relativa al equilibrio militar...

08 de Marzo de 2014

Hacia fines de 1977, la Oficina de Presupuesto del Congreso de los Estados Unidos de América elaboró una estimación relativa al equilibrio militar entre la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y su equivalente comunista, el Pacto de Varsovia (http://www.cbo.gov/sites/default/files/cbofiles/ftpdocs/101xx/doc10146/77doc579.pdf). Confeccionado a base de criterios optimistas y pesimistas con sustento en Investigación Operativa, el informe corroboró las sospechas del establishment de la Defensa estadounidense, a saber, que el consorcio de las naciones nucleadas en la Cortina de Hierro superaban holgadamente a su par occidental en materia de fuerzas convencionales. Las cifras eran contundentes: en Europa Central, el Pacto se encontraba en posición de movilizar un aproximado de un millón doscientos mil tropas, contaba con algo más de 16 mil tanques de guerra y 2.500 aeronaves de combate. La hipótesis de desplazamiento -rezaba la evaluación- estimaba que, ante la eventualidad de un conflicto, la fase inicial de la andanada comunista sobrevendría desde tres frentes a través de la ex Alemania Oriental. El déficit defensivo de índole convencional exhibido por la OTAN en aquella oportunidad compelía a los analistas militares a considerar la reducción de esa brecha echando mano de armamento nuclear táctico de bajo kilotonaje. Felizmente, aquella confrontación jamás abandonó la mesa de arena, en tanto el resto es historia conocida: mientras que el monumental gasto militar propició la bancarrota de Moscú y la debacle de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; la disolución del Pacto de Varsovia y su exponente económico, el COMECON; y el crecimiento exponencial del reclamo libertario en Polonia, Bulgaria, Rumanía y Checoslovaquia -entre otros-, Estados Unidos vio consolidada su posición como poder unipolar y rol garante del comercio marítimo internacional. Aún cuando Norteamérica vio engrosar su déficit fiscal a consecuencia de la ampliación reaganista de partidas para su presupuesto de Defensa, el efecto multiplicador de los procesos de Inversión y Desarrollo (R+D) condujo a un Shangri-La tecnológico sin paralelo en su historia y a una suba ininterrumpida del PBI estadounidense durante 92 meses, desde 1982 en adelante (http://www.forbes.com/sites/peterferrara/2011/05/05/reaganomics-vs-obamanomics-facts-and-figures/). A la postre -y a la luz de los hechos-, el valor del dólar parece referenciarse más en el complejo industrial-militar que en el criterio estrictamente economicista. Certificación que incluso podría rastrearse en la discriminación de divisas extranjeras almacenadas en el Banco Popular de China: la volatilidad del Euro puso término a las inveteradas amenazas de Pekín de proponer a la moneda europea como sustituto del dólar en el intercambio comercial global.

Tres décadas más tarde -y conforme lo prueba el tenor de los titulares de la prensa internacional en las últimas dos semanas-, el término Guerra Fría vuelve a desempolvar su ropaje en la pluma de los analistas. Hace cuestión de meses, Vladimirovich Putin celebraba el enfriamiento de la variable siria y, tangencialmente, el reverdecer del protagonismo ruso en el concierto geopolítico del Medio Oriente, tradicionalmente regenteado por el tándem Washington-Tel Aviv. En el Kremlin, todo eran sonrisas; al menos, hasta que floreció el movimiento ciudadano del EuroMaidan en Kiev en noviembre pasado, evento cuyas arrebatadas aristas pocos entendidos pudieron anticipar. La rauda eyección de Vyktor Yanukovich del poder reconfiguró de urgencia las prioridades de Moscú: la narrativa de corte inicialmente ofensivo de Putin -en cordial mancomunidad con Basher al-Assad y el régimen de los ayatolás en Teherán- debió reorientarse hacia los postulados que supieron concentrar la atención en la dialéctica Este-Oeste de las postrimerías de la década de los años ochenta. Finiquitada la algarabía de los Juegos Olímpicos de Sochi y el endeble exitismo derivado de la aventurada reinserción en Damasco, la Federación Rusa había descuidado su patio trasero; tropiezo que Volodya Putin y sus personeros en la Lubyanka decidieron enderezar, echando mano de una intervención con rigor de blitzkrieg en Crimea.

Mientras Occidente estima la toma rusa de Crimea como un maniobra de carácter expansivo, en la óptica de Moscú, el envío de fuerzas militares a la refritada zona de conflicto remite a una necesidad de cara a sus peores temores: estos coinciden con la apreciación nada agradable de que la Alianza Atlántica se amplíe hacia el este, lo que representaría un límite intolerable para la Federación. Esta movida desesperada ha sido el motor principal que empujó a Putin a desentenderse del tratado de 1994, convenio en el que Rusia se comprometiera a respetar la integridad territorial de Ucrania, a cambio de la entrega del arsenal nuclear estratégico hasta ese entonces bajo control de Kiev. Estados Unidos y Gran Bretaña oficiaron como co-signatarios de ese acuerdo en el rol de garantes; ergo, la intromisión en Crimea también involucra un coscorrón de Moscú en dirección a Londres y Washington. Y esta misma perspectiva es la que nutre ahora los argumentos del grueso de la ciudadanía ucraniana para demandar la asistencia militar británica y estadounidense, en atención a la creciente amenaza rusa.

Pero Barack Hussein Obama también naufraga en la vorágine de sus propios problemas: la inacción del Departamento de Estado no ha logrado más que comprometer la política exterior de piloto automático de la Casa Blanca. La parálisis obamista se convirtió en la comidilla de los periódicos estadounidenses -incluso en aquellos que antes apoyaron al presidente, como el Washington Post o el New York Times- en ocasión del homicidio de tres ciudadanos estadounidenses en el consulado de Bengasi por parte de elementos de al-Qaeda, del indetenible progreso de la República Islámica de Irán en su ambición de contar con armas nucleares, de la carnicería perpetrada por el ejército regular de al-Assad en Siria y, más recientemente, de la orgía de represión montada en perjuicio de la humanidad de opositores políticos por las fuerzas de seguridad venezolanas bajo comando de Nicolás Maduro y La Habana. Capítulos que, desde su propia dinámica, propinaron un sonoro cachetazo al cortejo de buenas intenciones enunciadas con recalcitrancia por Obama y Kerry en sus edulcoradas presentaciones públicas. Al parecer, el jefe de Estado americano transitará los últimos dos años de su segundo período azotado por aguas turbulentas. La recopilación de traspiés de la Administración inspiró a la columnista de CNN Frida Ghitis a concluir el pasado jueves que 'Estados Unidos ya no intimida: su pérdida de influencia implica libertad de acción para hombres fuertes y dictadores' (http://www.cnn.com/2014/03/06/opinion/ghitis-new-cold-war/index.html?hpt=hp_t1). Obama expuso alegremente ante los circuitos políticos de su país la importancia de 'resetear' la relación con Moscú para reencaminarla hacia una nueva etapa de colaboración en materia de seguridad internacional; Rusia respondió posicionando tropas en Crimea, y el resultado seguramente coincidirá con la interrupción del nuevo tratado START. El presidente estadounidense se ufanó de su propuesta para prescindir de la acción unilateral, evolucionando hacia un aparentemente sano multilateralismo; pero las estructuras burocráticas y paquidérmicas de Naciones Unidas y la Organización de Estados Americanos respondieron con insensibilidad y entumecimiento a los eventos registrados en Siria, Ucrania y Venezuela.

Urgencia, derechos humanos y multilateralismo -se ha comprobado ya fehacientemente- no proceden en sintonía.
 

 

Sobre Matias E. Ruiz

Es Analista en Medios de Comunicación Social y Licenciado en Publicidad. Es Editor y Director de El Ojo Digital desde 2005.