INTERNACIONALES: JOHN R. BOLTON

La teoría detrás de la Unión Europea es, simplemente, errónea

La noticia de que la Unión Europea se alzó con el Premio Nobel de la Paz en su edición 2012 ha puesto, sin lugar a dudas, felices a los corazones de los defensores de la gobernancia global en todas partes. Aunque la idea del gobierno universal ha aparecido en muchas formulaciones a lo largo de los años, las aproximaciones más contemporaneas utilizan a la UE como modelo en el cual la marcha hacia el "mundo unipolar", eventualmente, terminará.

16 de Octubre de 2012

La noticia de que la Unión Europea se alzó con el Premio Nobel de la Paz en su edición 2012 ha puesto, sin lugar a dudas, felices a los corazones de los defensores de la gobernancia global en todas partes. Aunque la idea del gobierno universal ha aparecido en muchas formulaciones a lo largo de los años, las American Enterprise Instituteaproximaciones más contemporaneas utilizan a la UE como modelo en el cual la marcha hacia el "mundo unipolar", eventualmente, se completará. Después de todo, si "los problemas globales exigen soluciones globales", el formato continental de la UE se presenta, ante muchos, como un paradigma planetario. La piedra angular para la justificación de la fundación de la UE y el raciocinio subyacente con miras a garantizar el premio a la paz se fundamentaron en que la integración político-económica europea reprimiría las incómodas fuerzas del nacionalismo que fueran la causa básica y permanente para las guerras en todo el globo.

Por otra parte -y dado el alarmante estado de las relaciones dentro de la UE en la actualidad-, especialmente para aquellas naciones que utilizan el Euro como moneda común, el futuro no se presenta tan atractivo. De hecho, el comité de paz en Noruega ha intentado, en forma manifiesta, arrojarle un Premio Nobel, Noruegasalvavidas a la UE, revelando el carácter político de sus decisiones en décadas recientes. La Eurozona está en crisis; el crecimiento económico se ha interrumpido; griegos y españoles protagonizan manifestaciones vilentas mientras protestan contra la hegemonía alemana; y la guerra contra el terrorismo sigue sin disminuir, mientras que la UE evita ser protagonista. En el Reino Unido -con su visión tradicionalmente escéptica frente a la Unión-, la presión pública para producir cambios fundamentales en la relación entre Gran Bretaña y la UE se incrementa. Incluso en Alemania, corazón del sentimiento integracionista europeo, el sentir por los ingratos países mediterráneos se agrava de modo creciente.

Difícilmente sea ésta la manera en que las cosas se supone tienen que ser, con el nacionalismo erosionándose gradualmente y la 'europeización' emergiendo para reemplazarlo. Más bien al contrario, en respuesta a la palpable angustia económica y a la clara falta de liderazgo demostrada por los principales líderes, ya fuere de la propia UE como de sus estados miembros, el nacionalismo se da como reacción por defecto. Y, ¿por qué no? El nacionalismo, como la religión o la ideología política, no es simplemente una 'superestructura' que refleja las fuerzas económicas subyacentes, al decir de la teoría de Karl Marx. En lugar de ello, aquellas fuerzas sociales exhiben sus propias causas y consecuencias. Y, mientras el nacionalismo puede, ciertamente, exacerbar los desacuerdos sustantivos entre naciones, las mismísimas diferencias reales suelen ser suficientes como para causar tensión y, eventualmente, hostilidades. En resumen, la teoría subyacente tras la Unión Europea es errónea, a pesar de la consternación de aquellos que creen que la UE debiera asegurar la paz en Europa.

De hecho, si el incremento del poder y la intrusión del estado regulatorio, la reducción de roles de funcionarios electos y la transferencia de sus roles a manos de burócratas en una capital distante, y el despilfarro de la habilidad para protegerse y defenderse contra fuerzas externas son el objetivo, entonces la UE ciertamente es el modelo a seguir. Pero los escépticos pueden ser perdonados si se preocupan, precisamente, porque la 'soberanía compartida' con otras naciones bajo el formato europeo -o a través de instituciones de alcance mundial- no resuelve, inevitablemente, los problemas. Los gobiernos nacionales, aún en democracias constitucionales, son lo suficientemente duros como para ser controlados y, mientras más lejos se encuentre el gobierno del ciudadano individual, más complicado se vuelve hacerlo. Si gobiernos como el de Ottawa o el de Washington se presentan como arrogantes y fuera de contacto, ¿qué sucedería en una escala global?

Para sociedades constitucionales y democráticas, la pregunta primaria surgida de las propuestas para la gobernancia mundial mide si acaso las capacidades avocadas a la solución de problemas se perciben mejoradas, y si acaso el control ciudadano sobre el proceso de decisión gubernamental es reducido. En cada caso, el argumento para el gobierno global descansa puramente en aspiraciones para la consecución de mejores resultados. La realidad concreta indica que involucrar naciones sin un historial de respeto por las libertades individuales y restricciones constitucionales frente al poder y la autoridad del gobierno solo amenazan la libertad individual.

Caracterizar como 'globales' a problemas tales como la guerra, la enfermedad, el medio ambiente, la pobreza y similares solo oscurece más de lo que aclara. De hecho, existen profundas diferencias respecto de cómo tratar 'problemas' consabidamente carentes de esperanza que no podrán corregirse, y que perfectamente pueden ser exacerbados desde una orientación hacia foros globales de toma de decisiones. ¿Qué rol desempeñó Naciones Unidas, por ejemplo, en la gran batalla entre la libertad y el comunismo en la segunda mitad del siglo XX? Ninguno. Precisamente, porque el conflicto en sí mismo se encontraba plasmado en la mismísima estructura de la membresía en la ONU. Cuestiones fundamentales como la guerra y la paz no serán resueltas fácilmente a través de la creación de instituciones globales diáfanas en tanto diferencias básicas en lo que respecta a intereses y valores subsistan como parte de la condición humana.

Lo propio podría afirmarse sobre otras temáticas globales sacadas a relucir a la hora de justificar la reducción del poder de los estados-nación, como el cambio climático. Mientras el debate científico sobre la extensión y las causas del calentamiento global continúa, los argumentos de aquellos que desean mayor control internacional sobre la actividad económica individual permanecen inamovibles. Podemos inferir sin temor a error que aquellos que abogan por una mayor autoridad gubernamental -o intergubernamental- producirían exactamente los mismos argumentos si el problema fuera el enfriamiento antes que el calentamiento. Este es el objetivo real, y el calentamiento global es, meramente, el tema de moda. En suma, y desde la óptica de las políticas públicas, no se trata tanto de un argumento sobre el cambio climático como de poder versus libertad. Y estos debates sobre políticas públicas se llevan mejor en sociedades democráticas reales -en un estamento nacional o local- antes que en arenas artificiales tales como las conferencias intergubernamentales multitudinarias sobre cambio climático de Copenague y Kyoto. De hecho, ninguna de aquellas extravagancias mediáticas producen resultados laborables, las cuales deberían decirnos algo acerca de cómo solucionar los problemas globales realmente.

Por desgracia, la gobernancia global es una temática que no desaparecerá, dada su atractiva ensoñación y la insistencia de sus defensores. En los Estados Unidos, las personas insatisfechas con los resultados obtenidos en debates políticos domésticos tratan, invariablemente y en su mayoría, de internacionalizar estos problemas, esperando obtener mejores resultados que los que pudieren lograrse en el Congreso o en los estados. Quienes se oponen a la pena de muerte quieren globalizarse, tal como lo hacen los defensores del control de armas, los dignatarios del aborto, y así hacia el infinito. El verdadero asunto aquí no se trata de cuál es el lado que uno tomará frente a este u otros debates que la gente considere 'domésticos'. El verdadero problema se centra en quién debería decidir sobre ellos apropiadamente: ¿acaso deben hacerlo las sociedades democráticas de sistemas constitucionales, o los burócratas del gobierno que negocian en organizaciones internacionales remotas y carentes de responsabilidad?

* El autor, John R. Bolton, es investigador principal en el American Enterprise Institute (AEI). Desde agosto de 2005 hasta diciembre de 2006, sirvió como embajador permanente ante Naciones Unidas. Desde 2001 hasta 2005, se desempeñó como subsecretario de estado para control de armas y seguridad internacional.

Traducción al español: Matías E. Ruiz

 

John R. Bolton | Publicado en AEI (American Enterprise Institute), sitio web