INTERNACIONALES: POR ALBERTO MINGARDI

El proyecto europeo y su naturaleza contradictoria

¿Va a durar la Unión Europea? Con François Hollande como el nuevo presidente francés y los griegos votando masivamente a favor de partidos radicales —verdaderos comunistas y nazis— todo el proyecto europeo está en entredicho. Los frutos de la crisis europea en realidad son amargos.

24 de May de 2012

Alberto Mingardi es Director General del Instituto Bruno Leoni, Milán.

¿Va a durar la Unión Europea? Con François Hollande como el nuevo presidente francés y los griegos votando masivamente a favor de partidos radicales —verdaderos comunistas y nazis— todo el proyecto europeo está en entredicho. Los frutos de la crisis europea en realidad son amargos.

Mientras más tiempo pasa, más evidente se vuelve que el sueño de unificar a Europa estaba basado en una ambigüedad: ¿Se pretendía que Europa fuese una zona económica integrada o una versión más grande de un Estado-nación?

En otras palabras, ¿se pretendía que la Unión Europea se basara en Suiza—una confederación de cantones con un alto nivel de autonomía—o en Francia, el Estado centralizado por excelencia?

La integración económica de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial fue considerada como un medio para evitar nuevos conflictos entre los estados europeos. Europa había estado integrada económicamente antes. Entre 1814 y 1914, el continente gozó del libre comercio y la prosperidad. El creciente nacionalismo en la primera mitad del siglo XX acabó con esa época de oro.

En 1958, el economista alemán Wilhelm Roepke, un gran creyente en el libre comercio y, de alguna forma, un inspirador de las reformas económicas que lideraron el camino hacia el milagro económico alemán después de la guerra, fue escéptico desde el inicio de que el intento de reintegrar a Europa económicamente podía triunfar.

Se volvió esquizofrénica

Para empezar, Roepke indicó en 1958 que la integración económica en el siglo diecinueve no era puramente “regional”. Estaba “inseparablemente ligada con la integración económica con el mundo”. El libre comercio no era considerado bueno exclusivamente dentro de las costas europeas.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial, la Comunidad Económica Europea fue creada como una unión aduanera, con libre comercio interno pero aranceles sobre las importaciones desde otros estados. Tal “bloque” aduanero permitió el libre comercio en su interior, pero solo hasta cierto punto. Los mercados de servicios no están completamente integrados y tampoco lo están los mercados laborales.

Incluso hoy en día, los servicios constituyen 70% del PIB europeo pero solamente 20% del comercio en el mercado interno. Intentos de liberalizar el movimiento de servicios fueron básicamente detenidos por los sindicatos, como sucedió en 2005.

Cuando Europa fue verdaderamente integrada económicamente en el siglo diecinueve, el gasto público era limitado y el libre movimiento de trabajadores era facilitado por la virtual ausencia de un sistema de prestaciones sociales. La integración económica en el siglo diecinueve fue el efecto secundario de un gobierno limitado, mientras que la Unión Europea fue construida en los mismos años que vieron surgir el dominio de un Estado más grande.

Esta es la contradicción sobre la cual se construyó el proyecto europeo: Lealtad al libre comercio con políticas que incrementaron el tamaño del Estado y redujeron la esfera del libre comercio. Las élites europeas querían una zona comercial común y una moneda común, para reducir la probabilidad de guerras comerciales, correctamente entendidas como aquello que precede inevitablemente a las verdaderas guerras.

Pero mientras que los estados nacionales prometieron renunciar a medidas proteccionistas en contra de otros miembros, la regulación nacional y europea floreció. De hecho, Europa desarrolló una especie de esquizofrenia: Los Estados naciones prometían un libre comercio entre ellos pero no querían renunciar a sus políticas intervencionistas dentro de sus fronteras ni a sus políticas proteccionistas hacia el extranjero.

El modelo italiano

La victoria electoral de Hollande en Francia obligará a otros líderes europeos a dejar de fingir. Al nuevo presidente francés no le gusta la austeridad en las finanzas públicas. Tampoco reconoce el valor de una moneda estable y políticas anti-inflacionarias. Él forzará a los europeos a elegir: ¿o quieren integrarse económicamente o quieren integrarse políticamente?

La primera opción debería estar basada en una moneda estable, el libre comercio y el libre movimiento de las personas. La segunda opción fácilmente puede estar basada en políticas altamente inflacionarias, mucha regulación y mercados laborales fragmentados con estándares mínimos impuestos desde arriba.

Si consideramos la historia de Europa, el euro y el mercado común parecían implicar que Europa iba en la dirección del modelo suizo: Integración económica y pluralismo en el gobierno. Eso es esencialmente lo que Europa fue, antes de la Gran Guerra.

Otras características de los proyectos europeos (subsidios agrícolas, exceso de regulación en los mercados de servicios, exceso de regulación en algunos detalles diminutos de la vida económica como el tamaño de las alcachofas) estaban anticipando la construcción de una Francia más grandiosa, bajo la bandera europea.

Tal vez trasladar el nacionalismo al nivel de toda Europa sea exactamente lo que los líderes europeos sueñan. ¿Pero es económicamente sostenible?

Los electores tienen la sensación de que el sueño europeo bien podría convertirse en una pesadilla. Europa unificada podría resultar en algo que no sea ni como Suiza ni como Francia, sino como Italia, un Estado altamente centralizado con contrastes económicos extremos entre el Norte y el Sur y un sistema de transferencia que fútilmente trata igualar a las dos regiones.

Para una clase gobernante que cree que la unión política de Europa es en sí un objetivo, este podría ser un precio tolerable que pagar. No obstante, ¿estarán de acuerdo los electores europeos?

Este artículo fue publicado originalmente en Investors.com el 7 de mayo de 2012.

Por Alberto Mingardi / Director General del Instituto Bruno Leoni, Milán | Para The Cato, sitio web